Al borde de mi tumba

En enero de 1883 se tomó Esmeraldas. Fue diputado nacional por esa provincia entre 1883 y 1884. Foto: wikipedia

En enero de 1883 se tomó Esmeraldas. Fue diputado nacional por esa provincia entre 1883 y 1884. Foto: wikipedia

En enero de 1883 se tomó Esmeraldas. Luis Vargas Torres fue diputado nacional por esa provincia entre 1883 y 1884. Foto: wikipedia

Sí, al borde de mi tumba, tengo que aplacar la furia de mis enemigos, que tan arrojados se muestran en el campo del insulto, la calumnia y el crimen. Fatídicos búhos que se esconden en las negras grietas de sus cavernas para lanzar ho- rribles graznidos, y con ellos amedrentar el corazón pequeño, pero no al que tiene la convicción de morir por salvar su patria y libertar sus hermanos de la tiranía.

Marcho a la Eternidad. Dos horas más y estaré en su seno, libre de mis verdugos, a quienes por hoy no hago más que aplazarlos.

Toda doctrina que se funda en leyes morales tiene una fuerte oposición en las gentes cuyo principio fundamental es la opresión e ignorancia de los pueblos para poder convertirse en sus señores. De aquí la diferencia tan grande y remarcable de los Partidos Liberal y Conservador, pues mientras el primero perdona, el segundo, asesina.

De aquí el orgullo y altivez del uno y la hipocresía y el crimen del otro. De aquí la sensatez y generosidad de aquel y la ferocidad y abyección de éste.

Querría guardar silencio sobre mi muerte, para que no se crea que un acto de venganza me impulsa a dar a conocer el nuevo crimen que el Gobierno ejecutará en mi persona. Pero es imposible callar. Sería esto antipatriótico y la sociedad tendría derecho para inculparme semejante falta.

Tengo la franqueza de confesar que no he cometido otro crimen que el de haber caído en manos de mis enemigos. Hecha esta confesión y puesto de manifiesto el injusto procedimiento del Gobierno, verán mis conciudadanos si tengo razón para llamar criminales a esos hombres que se desviven por ultrajar la sociedad y degradar a el pueblo, con tal que les reporte utilidad. ¡Y que Caamaño sea hoy el Jefe de esta patria, digna de mejor suerte!

En cuanto supo el señor Caamaño que habíamos caído prisioneros en Loja, despachó, por la Costa, tres de sus esbirros, llamados Juan Gómez Cox, Manuel O. Salazar y Rafael O. Bilbao, para que compusiesen el Consejo de Guerra Verbal, con los señores Francisco Farfán, José M. Pare- des, Mariano Vidal, Joaquín Yépez y Jerónimo Cisneros. Los tres primeros, hombres ignorantes y corrompidos, fueron enviados de Quito con el pretexto de formar una columna en esta ciudad, pero, a la verdad, sólo para formar parte del Consejo de Guerra y condenarnos a muerte. Desempeñaron bien su cometido y se regresaron a Quito. Sigamos con los otros: Paredes es conocido como el más ignorante de los que visten levita, y, además, era conocido su fallo, pues, en el Consejo de Guerra anterior, había dado su voto por la pena de muerte. Farfán sé que es un hombre honrado, pero, como el anterior, su fallo era ya conocido. Yépez no puede ser más conocido como joven de malas costumbres, además de ser Secretario Privado de Caamaño. Vidal fue uno de nuestros vencedores y el único que rechazó la pena de muerte. ¡Lástima que sea conservador! Cisneros fue nuestro Fiscal. ¿Quién es Cisneros? Tahúr de profesión y repelido por la sociedad por su conducta sumamente inmoral y corrompida.

Estos fueron nuestros Jueces y los que nos condenaron a la pena capital. Estos los representantes de la vindicta pública.

A las 11 a.m. se nos notificó para el Consejo de Guerra que debía tener lugar a las 11 a.m. del día siguiente. Sin embargo de lo injusto de esta disposición, nuestros defensores, fundados en la ley, recusaron a algunos Vocales, pero esto, como algunas cosas más, fue negado por el Comandante General señor Muñoz, uno de los esbirros de que se ha valido Caamaño para conseguir sus deseos. Durante el Consejo de Guerra, los señores Dres. Arévalo, Arteaga, Chica, Cortázar, Salazar y Ortega no pudieron desempeñarse mejor, pues con suma de lucidas razonas, demostraron y probaron lo inconstitucional de la pena capital y lo injusto del juzgamiento por los tribunales especiales. Pero, todo en vano. Ni Mirabeau, ni Vergniaud, ni Gambeta, ni Castelar, hubieran podido persuadir a estos parias o idiotas que, por la voluntad de un mozalbete de casino, disponían a su arbitrio de la vida de un ciudadano. Yo recuerdo que en las 15 horas, más o me- nos, que duró dicho Consejo, los Vocales y el Fiscal dormían a más no poder, en v z de escuchar a los defensores y examinar la causa sobre la que iban a fallar. De este modo se juzga en mi patria, a presencia de un pueblo culto, a ciudadanos que no tienen otro crimen que defender sus principios, los derechos y libertades del pueblo y la dignidad de la nación, ya con la pluma, ya con el rifle.

Y o también expuse en dicho Consejo las razones que había tenido para hacer armas contra el actual Gobierno y aquel círculo político llamado conservador. Sabía muy bien que ese no era el medio para obtener mi absolución de la pena capital, aún con jueces que hubieran tenido con- ciencia en el fallo que iban a dar. Pero había necesidad de hacerlo así. Lo contrario hubiera si- do cobardía e indignidad de un Jefe que defendía tan sagrados y elevados principios, como son los de la escuela liberal.

A cuatro palabras se reduce lo que en esa memorable noche, dije. Helas aquí: ...(...)...

Yo no quise pedir la conmutación y mi resolución fue terminante. Más tarde, es decir, 67 días después del célebre Consejo, dos caballeros vinieron a mi prisión y me hablaron en nombre de los liberales de esta ciudad para que hiciese la solicitud. El mismo día, el Dr. José R. Arízaga, por él y otros compañeros, me habló en el mismo sentido y lo mismo hizo otro amigo mío y algunas personas más. Mis compañeros de in­fortunio me suplicaron no ­dejara de hacerlo.

Muy duro me pareció el no complacer a un deseo general y accedí gustoso, aunque contrariando mi voluntad, y elevé al Poder Ejecutivo la siguiente solicitud:

“Excmo. Señor:

Luis Vargas Torres, preso en esta ciudad a consecuencia de haber caído prisionero el día 7 de diciembre próximo pasado, en el combate habido en la ciudad de Lo ja, y habiendo sido condenado a la pena capital por el Consejo de Guerra Verbal, pide, conforme a un derecho que le concede la Constitución, que Vuestra Excelencia y el Honorable Consejo de Estado le conmuten la pena.

Cuenca, marzo 11 de 1887.

Luis Vargas T. ”

Tres días después nos pasaron a otro cuartel, a los cuatro que fuimos condenados a muerte y cuatro días más tarde me han puesto en capilla, separándome de mis queridos compañeros Nevares, Cavero y Pesantes. Una hora ha que pedí por favor que me dejaran pasar mi última noche con estos amigos, y se me ha negado. ¡Qué bárbaros son los conservadores!

En este momento viene a mi mente el recuerdo de un folleto en el que describe los combates del 1 y el 7 de diciembre de 1886, la voluntad del anónimo folletista y en el que se nos calumnia vilmente. ¿Merecerá alguna refutación? No. Sus calumnias son muy groseras y todos los hechos que allí se refieren están desmentidos por los mismos vencedores, quienes, llenos de indignación me han ofrecido hacerlo, caso de que nosotros lo querramos. Además, existe el proceso de nuestro Consejo de Guerra, en que se probó por cada uno, en particular, y por todos, en general, una conducta intachable. Suponiendo que algunas faltas, y aún crímenes, se hubiesen cometido, nadie es responsable de ello en tiempo de revolución, máxime cuando el Gobierno ha declarado guerra a muerte a los revolucionarios. En todo caso, el Gobierno es, pues, el culpable.

Todos, hasta los mismos conservadores de Loja, han mirado con desprecio esta infame publicación y sólo El Anotador le ha dado buena acogida y la recomienda como un documento importante para la Historia. ¡Qué sarcasmo!

Bien conocido es este periodista y tanto él como su amigo de Loja no merecen sino el desprecio.

Las horas vuelan y yo me acerco al umbral de la Eternidad. Y es preciso concluir este opúsculo. Sé que todos mis compañeros de infortunio están tristes y desesperados con la terrible noticia de mi próxima muerte. Yo los recuerdo y el dolor despedaza mi corazón. Que no desmayen en el sagrado propósito de la salvar la Patria y en la Eternidad los recordaré con gusto.

¡Quiera Dios que el calor de mi sangre que se derramará en el patíbulo, enardezca el corazón de los buenos ciudadanos y salven a nuestro pueblo!

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