Mundos reales hechos de luz e historias

Brassaï. ‘Kiki con su acordeonista en el Cabaret des Fleurs, Rue de Montparnasse’ (c. 1932). Foto: Cortesía

Brassaï. ‘Kiki con su acordeonista en el Cabaret des Fleurs, Rue de Montparnasse’ (c. 1932). Foto: Cortesía

Brassaï. ‘Kiki con su acordeonista en el Cabaret des Fleurs, Rue de Montparnasse’ (c. 1932). Foto: Cortesía

Una exposición de fotografía con la potencia de ‘Real Worlds: Brassaï, Arbus, Goldin’ propicia un sinnúmero de conversaciones. Como aquella que va por los derroteros del retrato, sus complejidades, sus intenciones, sus variaciones. O la que considera la relación entre el artista y el sujeto retratado, y los hilos del poder que la mantienen en movimiento. También puede ser una que se centre en el cuerpo: ese desconocido íntimo, que dice de nosotros y de los otros, como individuos y como colectivo, aquello para lo que, a veces, el lenguaje verbal es insuficiente o esquivo.

Aunque las fotos no fueron tomadas con la intención de hablar del cuerpo como lo está abordando el arte contemporáneo, una lectura desde el presente hace inevitable la pregunta por esos cuerpos, que son diversos y, por lo tanto, la constatación física de la multiplicidad de formas de ser y estar en el mundo, lo cual implica, asimismo, una multiplicidad de formas de pensar, sentir y expresarse.

Debates del arte contemporáneo que la curaduría de ‘Real Worlds’ ha logrado incorporar a la obra de Arbus, Goldin y Brassaï; eso sí, sin forzar interpretaciones ni estirar significados en las imágenes originales, pensadas y realizadas con otras preguntas en mente.

Lanka Tattersall es la curadora de la muestra que abrió el 4 de marzo en el Museum of Contemporary Art de Los Ángeles, EE.UU.; es decir, la cabeza que está detrás de este diálogo entre las obras de tres fotógrafos icónicos del siglo XX: Brassaï (1899-1984), Diane Arbus (1923-1971) y Nan Goldin (1953). Los tres son retratistas de excepción y, de alguna manera, notarios de otros mundos. Como el París de los años 30 del siglo XX, en el caso del fotógrafo húngaro Brassaï. Y los EE.UU. de los años 60, Arbus; y de los 70 y 80, Goldin; ambas originarias de ese país.

Es imposible entender los cuerpos (es decir, las personas) retratados por estos fotógrafos fuera de sus contextos, espaciales y temporales. Son espectros del pasado que nos sirven de espejo para amplificar y completar escenas y sentidos. La escritora Maggie Nelson, en relación a la obra de Arbus, en una conversación con Tattersall dice en referencia a fotos como ‘Muchacho con sombrero de paja esperando para marchar en el desfile pro guerra. NYC’ (1967): “Ahora mismo, con el trumpismo y el macabro ascenso de la supremacía blanca a la Casa Blanca, estas fotos revelan algo acerca de la psicosis de la América blanca y su guerra imperialista”. Un tema que se antoja pertinente en este momento.

En orden cronológico, la muestra abre con la noche parisina de la década de 1930, un espacio-tiempo ubicado entre dos guerras mundiales, laboratorio de nuevos órdenes y caldo de cultivo de nuestros actuales privilegios y desventajas. De Brassaï, pasa a la mirada inefable (es dificilísimo etiquetarla) de Arbus, en plenos años 60, cuando EE.UU. experimentaba las mieles de su recientemente adquirido poderío geopolítico; Arbus, con sus fotos de una cotidianidad menos visible y poco expuesta, completaba y/o ¿comentaba? ese paisaje social. Y finalmente está Goldin, que incluye su mirada de protagonista de una forma de vida bohemia e intensa, y desde allí permite que el espectador se adentre en un mundo hecho de fragilidades, violencias, ternuras y, sobre todo, realidad.

Precisamente la realidad es el concepto clave de esta exhibición. Lo explica Tattersall en el prefacio de un pequeño libro que acompaña la muestra, a propósito del prejuicio con el que fue recibida por algunos la obra de Goldin en sus inicios. La curadora cita a Goldin: “Nunca fuimos marginales. Nosotros éramos el mundo”. Y, a continuación, se explica: “El título de esta exposición y de este libro es un homenaje a la idea de Goldin”. Las imágenes que recoge la muestra pertenecen al mundo real; un mundo que la institucionalidad estatal y civil ha insistido en mostrar como exótico, en el mejor de los casos, y como anormal, la mayoría de veces.

Fuera de los manuales de las buenas costumbres y de las guías de turismo: ahí se ubican los mundos de Goldin, Brassaï y Arbus. Son mundos que, de todas maneras, ya no existen en sí, pero siguen latentes en aquello en lo que decantaron. La noche parisina de los años 30, la vida de las metrópolis estadounidenses en expansión o el Nueva York que vivía el sida como una epidemia y aún se resistía a dejar de vivir como le viniera en gana.

De las decisiones curatoriales, el formato es una de las que se agradece. Para apreciar las fotografías (que en promedio tienen 30 x 20 cm) hay que acercarse mucho; generando así la misma sensación de intimidad que las escenas sugieren. Como cuando Brassaï entra al cuarto de un hotel para presenciar la cercanía entre una prostituta y un conocido suyo; o cuando Arbus participa de una campamento nudista y se mueve a sus anchas entre sus retratados; y, más que nada, Goldin, que registra en primera persona las experiencias de amor y adicción, suya y la de su gente cercana.

Los cruces entre las narrativas de los tres autores son permanentes e intercambiables: temas, personajes, puntos de vista, escenarios, emociones… Cuerpos que son otros, que se salen de la norma, que impugnan con su sola presencia. Cuerpos, es decir vidas, que se ofrecieron para ser fotografiados y que hoy -décadas después- cumplen la función de espejos, para vernos mejor. Ojalá.

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