Antes que una historiadora del arte, Alexandra Kennedy Troya prefiere definirse como una historiadora de la cultura visual. Una cuyo trabajo, entre otras cosas, ha marcado un antes y un después en la catalogación de varios de los archivos del país.
¿De dónde viene su obsesión por los archivos?
Mi primer trabajo en Ecuador, a los 22 años, fue en la restauración y conservación de la Recoleta de San Diego, en Quito. Ese fue el primer encuentro que el país tuvo con la restauración científica y yo quería ser parte del proyecto. Como tenía poco entrenamiento en el campo de la investigación, que era realmente lo que me interesaba, decidí entrenarme en restauración de pintura mural y logré que me subieran a los andamios, pero mi espíritu no era ese, sino indagar en la historia del convento.
¿Y al final lo logró?
En ese momento, te hablo de 1978, estaba absolutamente prohibido entrar a archivos religiosos. Los archivos notariales estaban desorganizados y no había forma de recuperar información o de hacer historia. Se convirtió en mi obsesión porque ahí entendí que la única forma de avanzar en la historia ecuatoriana era tener archivos organizados y catalogados, algo en lo que hasta ahora no se ha avanzado mucho. Finalmente terminamos haciendo la catalogación de todo el archivo. En ese proceso extrajimos información para recuperar la historia de San Diego.
También logró entrar a los archivos del monasterio de las Conceptas de Cuenca.
Fue interesante estar con las monjas de clausura y tener acceso a un repositorio que era restringido. Hay que recordar que antes en los monasterios de clausura vivían pocas monjas y muchos seglares: niñas recogidas, niñas huérfanas, sirvientas, e indígenas cargadoras. Estar adentro me permitió tener una mirada compasiva y tolerante frente a un grupo de mujeres que se había resguardado del machismo colonial.
A diferencia de los que hemos vivido esta pandemia, ellas ya estaban acostumbradas al encierro.
Entender ese mundo de encierro fue una de mis obsesiones cuando trabajé ahí. En las mañanas me sentaba a catalogar cada uno de los archivos y en las tardes me ponía a hablar con ellas. Llegué a entablar amistades profundas y a entender lo que significaba aislarse voluntariamente de este mundo lleno de apetencias, qué significa el retiro y ser una voz de resguardo frente a los placeres de lo que ellas llaman el siglo. Pienso que son mujeres con una actitud bastante mística.
Están los archivos públicos, pero también los que cada persona construye a lo largo de su vida.
Hay pocos coleccionistas privados en nuestro país, pero hay gente que tiene muy buena obra en sus casas. He tenido la suerte de que me confíen mucha de esa obra. Mientras miro esas obras también veo documentos. Hay una riqueza enorme guardada en cartas, postales, fotografías de familia o colecciones de música. Unas familias están muy relacionadas con la política, pero también hay otras que no y cuyo registro de vida cotidiana es riquísimo. Hay bastante información en los espacios familiares.
¿Y sus archivos personales?
No soy coleccionista de arte, me he negado a serlo por razones éticas. Tengo una biblioteca, que no es tan grande, pero está especializada en Historia del Arte de los siglos XVIII, XIX y principios del XX. Entre mis intereses está el paisajismo ecuatoriano y el paisajismo latinoamericano de los siglos XIX y principios del XX.
Hablando de paisajismo usted tiene una conexión especial con Rafael Troya.
Soy bisnieta de Rafael Troya, quizás, el paisajista más relevante del siglo XIX. Esa relación me catapultó como historiadora del arte y como una persona a la que le interesa el paisaje. En ese proceso me di cuenta que el paisajismo tiene connotaciones políticas. Todo depende de cómo uno lo mire: como una conquista de territorios, de religiosidad, o para abrir fronteras agrícolas. Estoy interesada en los paisajes místicos. En el país tenemos a Víctor Mideros; lo catalogaría entre los cinco o seis artistas esotéricos, místicos y religiosos más importantes de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.
¿Quiénes han sido los marginados de la Historia del Arte ecuatoriano?
Las mujeres. Cuando se habla del Indigenismo no se dice nada de ellas. En relación a la historia del arte religioso tampoco se dice todo que estaban haciendo las monjas en los conventos, como el bordado, o los nacimientos. Hay que preguntarse porque siempre le damos la voz a Guayasamín o al padre Bedón y por qué no contamos otros cuentos. También se ha marginado mucho el arte indígena que fue utilizado en los años 70 como la base de un folclor que permita al país venderse hacia afuera.
¿Qué posibilidades hay de comprender la historia de un país a través del legado de sus artistas?
Muchísima. Desafortunadamente siempre se ha creído que la historia del país se puede comprender solo a través de los textos de políticos o de los grandes pensadores y se ha obviado el tema visual. La visualidad solo ha servido como una especie de ilustración de esos textos.
¿Cuál son las deudas que tenemos con el patrimonio del país?
Una de nuestras deudas es no tener instrumentos para la valoración de la arquitectura, el arte, las artesanías y el folclor moderno. Cuando hablo de moderno me refiero a todo lo que va de finales del siglo XIX hasta inicios de los años 90 del siglo XX. En este contexto cualquier cosa moderna está sujeta a ser mercantilizada. Estos cien años se han quedado como en una especie de umbral en el que no se sabe qué es patrimonial y qué no lo es. Hay que ser claros y decir que no todo puede ser patrimonial. No podemos patrimonializar todo el país, porque simplemente no nos alcanzarían ni el dinero ni las fuerzas.
Trayectoria
Doctora en Historia. Desde 1995 es invitada como docente y conferencista en varias universidades americanas y europeas. Ha curado exhibiciones en el Americas Society en Nueva York y en el Museo Municipal de La Haya. Es articulista de EL COMERCIO.