La realidad tiene varios rostros. Vivimos la época de los rascacielos de mayor altura y volumen; de los puentes y los túneles más largos; de las construcciones ‘high tech’; de los edificios inteligentes a los que solo ‘les falta hablar’…
Pero, a pesar de tanto progreso, basta darse una vuelta por los barrios urbanomarginales para darse cuenta que eso de la mejora del hábitat es una frase retórica.
Y que basta un aguacero contundente para que muchas viviendas queden inundadas y atrapadas por el agua y el lodo. Y hasta hay derrumbes que causan víctimas, como hemos visto con pesar en estas semanas.
Claro que las soluciones para paliar en algo esta problemática son muy difíciles e involucran a muchos actores, incluidos los propios residentes.
Estos, por falta de información, agravan las situaciones con sus malas prácticas urbanas, como construir cerca de las quebradas o acantilados, con materiales y sistemas inadecuados y sin más guía técnica que el ‘así hace el maestro Juan’.
Pero hay un factor que nadie ha tomado en cuenta y que podría ayudar en mucho a mejorar el panorama: la proyección social de la construcción.
Se habla mucho del carácter multiplicador económico que tiene esta, pero poco y nada de sus alcances sociales.
Como todas las profesiones útiles, los arquitectos se prepararon para prestar un servicio, que es colaborar a mejorar la calidad de vida de la gente. Lamentablemente, pocos lo hacen.
Y no es cuestión de didáctica profunda ni de emplastos parecidos. Basta guiar a las personas en mejorar las cosas más simples. Enseñarles que una letrina puede convertirse en un baño higiénico con solo unos tubos y un sifón… por ejemplo.