Si cada colombiano contara su experiencia en materia de trámites burocráticos, tendríamos a mano una delirante enciclopedia del disparate. Además de los círculos viciosos que se abren y cierran en ese paseo muchas veces inútil por muchas manos e instancias para llenar un requisito legal, hay que añadir dos de las más nefastas consecuencias de la tramitología: una, la perpetuación de las mañas entre el gremio de los tramitadores y la burocracia corrupta; y dos, el despilfarro de un tiempo que pierde su medida productiva.
Si hay cálculos sobre las pérdidas económicas de esta vagabundería elevada a hábito burocrático, no creo que sean menos escandalosos que la pérdida de confianza de los ciudadanos en las instituciones. Los tramitólogos forman un gremio más en la informalidad de nuestra economía. Los hay que se han pasado la vida en el oficio y han llegado a convertirse en especialistas.
La única competencia, por cierto desleal, la encuentran en los políticos que mantienen su ejército de reserva en las instituciones públicas. A diferencia de los tramitólogos, estas reservas están en la nómina. Son la mano de obra del clientelismo dentro de las instituciones públicas. A veces, con el concurso de sus jefes políticos, arreglan las cosas por arriba, muy por arriba. No son tramitadores; son ‘lobbistas’.
Muchos ciudadanos prefieren evitar el sufrimiento del “vuelva mañana” o “todavía falta una firma” y entregar la tarea a los tramitadores. Esa mano, untada de billetes, consigue firmas, rescata documentos perdidos, inventa inexistentes, borra comparendos, registra escrituras, desaparece expedientes o entra al sistema y sale de él volviendo relativamente fácil lo imposible: que un trámite dure exactamente lo que debe durar. Como tema, ha pasado de la vulgaridad de la crónica de costumbres al absurdo de la literatura.
Tengo una amiga que compró hace años un lote en la isla de Barú. El lote tuvo siempre un sencillo embarcadero de madera. Con el tiempo, al construir el pequeño hotel que administra con sus hijos, el embarcadero tuvo que ser reconstruido. Y aunque mi amiga sabía que, por sencillas que fueran, este tipo de construcciones requerían un permiso de la Dirección General Marítima (Dimar), se llevó las manos a la cabeza el día que supo que en la “solicitud de concesión en playas marítimas y terrenos de bajamar” debía cumplir 20 requisitos en 20 instituciones distintas, entre ellas un certificado de carencia de informes por tráfico de estupefacientes y un permiso de la Aeronáutica Civil. El peregrinaje continúa en el Ministerio del Interior, Cámara de Comercio. Recuerden: no es un permiso para construcción de un puerto; es la solicitud para reconstruir un sencillo embarcadero de 30 metros. Pese a que mi amiga es muy cuidadosa en el trámite legal de sus negocios y dice que es incapaz de hacer lo contrario, entiende a quienes acortan el paseo pagando a quien sabe hacerlo dándole de comer a la insaciable pandilla de los funcionarios corruptos y a esa guardia permanente del rebusque que entra y sale de las oficinas y se enquista en las instituciones como un capítulo irremediable de la ilegalidad.