Una democracia funciona si existen elecciones libres y competitivas cada cierto tiempo. Creo que todos tenemos eso claro. Lo que estamos perdiendo de vista es que los ganadores y perdedores de esas elecciones no pueden ni deben ser siempre los mismos. Explico por qué: La legitimidad de un sistema democrático radica en que cada elección sea capaz de arrojar resultados diferentes cada vez, es decir que todos los jugadores políticos puedan ganar contiendas electorales de forma alternada y que no sea un único participante el que se lleve siempre todas las victorias.
Esto es importante porque un sistema democrático robusto necesita que no se sepan anticipadamente los resultados de cada elección. ¿Cuál es el propósito de hacer una competencia si ya sabemos quién ganará?, se dirán muchos.
Si se supieran de antemano los resultados de cada elección, los ciudadanos perderían interés en las propuestas y los debates de los candidatos y los políticos sólo querrían participar en el movimiento que siempre resulte ganador.
Esto tendría dos efectos perversos: se provocaría una suerte de abulia política en la sociedad; y, más peligroso aún, se sembrarían las condiciones para la creación de un sistema de partido único.
Es que, en esencia, las democracias sirven para que no gobiernen siempre los mismos y para que los cambios de mando se produzcan de manera pacífica y ordenada. Por tanto, la alternancia en el poder no sólo es una regla clave del juego democrático, sino además un requisito indispensable para asegurar la estabilidad social.
El perdedor de una elección aceptará su derrota y la legitimidad de las políticas de su oponente, entre otras cosas porque tendrá la certeza que podrá ganar una futura contienda electoral para enmendar lo que su contendor haga mal.
Contravenir el principio de la alternancia equivale, por tanto, a minar los cimientos del sistema democrático y a sembrar el germen de la inestabilidad política y la protesta social.
Los asesores del presidente Correa deberían tener en cuenta estos elementos y ser más cuidadosos a la hora de plantear la posibilidad de una reforma constitucional para que el gobernante de turno pueda ser reelegido indefinidamente.
La tentación de quedarse en el poder debe ser muy grande, sobre todo ahora que hay abundancia de recursos públicos para derrochar y cuando no hay alguien capaz de derrotar a Rafael Correa.
Pero una década en el Gobierno es un plazo suficiente para cualquier político sensato. El actual Mandatario debería retirarse al final de su período para salvaguardar su prestigio y, sobre todo, para proteger al sistema democrático ecuatoriano.
La reelección indefinida de este o de cualquier otro Presidente es inconveniente para el Ecuador.