Es atroz para el mundo el espectáculo Trump: un necio, un ‘negado’, ‘que no sabe ceder’, ‘incapaz de aceptar la derrota’, acepciones del nescius latino, cualidades que contemplamos absortos e indignados o irónicos y burlones; angustiados muchos, o refocilándose a diario en las posibilidades que la necedad proveniente de esas alturas ofrece a favor de sus planes, los cínicos Putin y Netanyahu, que hasta hoy sabían justificadas por Trump sus propias ambiciones. La negación de humanidad que comparten los tres, vertida sobre la cotidianidad universal durante cuatro largos y tortuosos años, les ha sido ‘ventajosa’, porque los planes del autoritarismo pudieron contra todos los demás. La voluntariedad trumpiana, ‘determinación de la propia voluntad por mero antojo y sin otra razón para lo que se resuelve’, como dice nuestro DLE, ha sumido al mundo en la víspera del desastre.
Pienso en Cuenca y solo puedo, ¡bendita circunstancia!, agradecer mis raíces: tuve abuelos nobilísimos en su comportamiento personal y social; amaron a su ciudad y le entregaron lo mejor de sí mismos.
El 2001, en Buenos Aires, nos reunimos los académicos coordinadores del Diccionario panhispánico de dudas y estuve a su lado, en el almuerzo con el que Pedro Luis Barcia, entonces director de la Academia Argentina de Letras, nos homenajeó. Conversamos con esa mujer bella, de mirada alerta, que me invitó para el día siguiente, domingo, a tomar el té en su casa de la Avenida Santa Fe. El departamento en que me recibió había pertenecido a Silvina Ocampo y Bioy Casares, y pasó por otras manos antes de que Alicia lo comprara. Conversamos como si nos hubiésemos conocido de siempre: todo fluía desde su inteligentísima sencillez de escritora nutrida de la amistad de los mayores intelectuales argentinos del siglo XX, con recuerdos a flor de piel. La primera biógrafa de Borges me regaló su hermoso “Genio y figura de Jorge Luis Borges” (1964) que, subrayado por mí mil veces, conservo como un tesoro; en 1976, se editó el Ensayo sobre el budismo escrito entre ella y el gran poeta, aunque el recuerd
Era una discusión literaria al comienzo de nuestros estudios universitarios: ¿Dónde radica la mayor exigencia del escritor, en el contenido o fondo de sus textos o en la forma de ellos? La respuesta parecía inobjetable. El contenido es repetitivo y por amplio que sea, se agota: el amor, la muerte, el sentido de la vida, nosotros, los demás, de modo que lo que caracteriza la obra de arte es la forma, pensábamos. El dilema se zanja: ni forma vacía ni contenido ‘per se’. Esta discusión esencial ante una obra de arte nos lleva a la evidencia de que la auténtica obra artística es sustancia donde forma y contenido son uno. Traje esta pregunta sin querer: quede aquí, inquietándonos. Mi propósito al escribir este artículo era simple: quería referirme a la forma de saludar que se impone hoy, cuando la pandemia nos impide estrecharnos las manos o besarnos en una mejilla o en las dos –uso al que todavía en Ecuador no hemos accedido; en una palabra, saludar es abrirnos al otro, mostrarnos amigable
Hay mucho de amargo en nuestra democracia. Mucho de indiscernible, difícil de aceptar pero tan evidente, que hemos preferido, egoístamente, negarlo: No podemos vivir sin los otros, por deplorable que sea su presencia. Hoy necesitamos de los mejores –no insuperables, sí, dignos y pocos- y también de los corruptos, como decía un viejo maestro, ‘para que sean espejo de lo que no debe ser’. Nuestra existencia, sin la presencia de los demás, no tiene forma: los otros nos muestran que somos y descubren lo que somos. Existimos socialmente para reconocernos, y la sociedad precisa de nuestra vida digna, cultivada en principios y valores, ennoblecida por la experiencia del trabajo y el bien, para elevarse, y solo ha de mejorar conducida por individuos más que maduros, a los cuales el esfuerzo personal y social disciplinó mostrándoles posibilidades y carencias; les permitió conocerse, disponer de sí, aprender a decir no, afirmar y afirmarse.
Se armó la debacle –la arman los periodistas en sus títulos, cuando no tienen mucho que decir: actualizan lo viejo, por puro estar presentes, que es lo suyo; así dan oportunidad de discutir y mostrarse a ciertos académicos –como si no se mostraran ya lo suficiente-. Se trataba de si tildar o no, la palabra solo, cuando, como adverbio, significa ‘solamente’.
Leo, en ‘El País’, el artículo ‘Sonríe, no eres yo’, de Andrés Barba; y en plena conmoción estética me pregunto si en días como estos, de incertidumbre, dolor y muerte, cabe gozar de la belleza de un texto, repetir su lectura y volver a gustarla; y me digo que sí, que la belleza se agradece siempre y más aún, en momentos como los que vivimos. ¿Es vanidad anhelar artículos hermosos, intentar escribirlos? No. Todo escritor aspira a entregar sus ideas y sueños en palabras bellas, pero hay temas y temas: unos se prestan para la búsqueda de la hermosura y otros, no. En el periódico importan más los trabajos que critican, juzgan, iluminan la terrible política, la economía, más terrible aún. La belleza difunde otra luz y, a veces, sin que nos demos cuenta, se introduce y nos llama.
Lo prometido es deuda: volvamos a las frases que traía mi artículo anterior, para ser observadas: ‘El futbolista en las semifinales del torneo regional, comenzó a solidificar con bases sólidas’: Solidificar significa ‘hacer sólida una sustancia que se encuentra en estado líquido o gaseoso’. Si el futbolista, en la amplia metáfora del escribidor, comenzó a ‘solidificar con bases sólidas’, concluimos que antes fue líquido… Hoy, más solidificado de lo que ya lo está, es imposible, ojalá no haya quedado inmóvil. Y pues una palabra llama a otra, ¿qué decir de ‘líquido’? Que, aplicado al estilo personal y literario, en sentido que quizá proceda del inglés (el diccionario y nuestra vida están repletos de anglicismos) significa también ‘corriente o fácil’, como si no tuviera peso. ¿Y corriente?, ‘que corre’, como corren el agua y el tiempo. En la Cuenca de antaño usábamos ‘corriente’ para responder al -¿Cómo estás?, del saludo que se nos dirigía: --Corriente no más…, se contestaba o también, -
Por un azar feliz, mi nieta Maia olvidó en el escritorio una vieja edición escolar de ‘Poema del cante jondo’, del inolvidable Federico. Desde sus primeros versos recuperé el fondo de infancia, simpatía y gracia que caracterizó al gran andaluz. Busqué mi volumen I de una bella edición de sus obras completas prologado por Jorge Guillén, su amigo, que evoca el recado que Federico manda a su hijita pequeña: ‘Dile a Teresita que le voy a contar el cuento de la gallinita con traje de cola y sombrero amarillo. El gallo tiene un sombrero muy grande para cuando llueve’, y recuerdo al lagarto y la lagarta que hicieron pensar y sufrir a mis hijos cuando eran chiquitos: ‘El lagarto está llorando / la lagarta está llorando / el lagarto y la lagarta / con delantalitos blancos/… Han perdido sin querer / su anillo de desposados’, con imágenes tan bellas como ‘Un cielo grande y sin gente / monta en su globo a los pájaros. / El sol, capitán redondo / luce un chaleco de raso’ y, en claro contraste: ‘Mir
¡Nuestra pobre política luctuosa, infortunada, digna del llanto de cada ecuatoriano honesto!
¿Se llama salvia de jardín la planta de flores de largos y estrechos pétalos tubulares, a la que se acercan colibríes palpitantes cuando desayunamos? Esta mañana de domingo, decidida a no escribir sobre la pandemia, leía, para acompañarme, El dardo en la palabra, de Fernando Lázaro, en el que reúne algunos de sus estupendos artículos sobre el uso correcto de nuestra lengua, y encontré: “Aun desde muy lejos del purismo causa malestar tanto maquillaje de marca anglosajona incrustado a brochazos en el español, sin que añada nada al natural”; ¡lo escribía en 2001! Hoy, WhatsApp mediante, contamos con cientos de anglicismos insoportables: ¿qué tal el horrible ‘accesar’, en lugar de acceder?
“Desde las cavidades del subsuelo, desde las bodegas y desde las alcantarillas, subían las ratas en largas filas titubeantes para venir a tambalearse a la luz, girar sobre sí mismas y morir junto a los seres humanos”, narra Camus.
En mi último artículo esbocé así la interpretación eclesial de la pandemia: ‘Está la religión, que ya no clama por un castigo contra un pecado universal: ha aprendido, sin duda’. Antes, la primera reacción entre iglesia y pueblo era preguntarse: ¿cuál fue nuestro pecado?, ¿qué hicimos de malo para merecer esto? Pero ya no somos Sodoma castigada otra vez; el sufrimiento personal y universal es suficiente para ayudar a los fieles ‘a alcanzar la vida eterna’ y su desgracia, que es la nuestra, exige fuerza y solidaridad. Comparemos dos posiciones: una, católica, la de Georges Bernanos, y otra, atea, la de Sartre. El primero afirma en su hermosísimo ‘Diario de un cura de campo’: “El infierno es no amar. Mientras estamos en esta vida nos podemos formar la ilusión, creer que amamos por nuestras propias fuerzas, que amamos fuera de Dios. Pero nos parecemos a locos que tienden los brazos al reflejo de la luna en el agua”.
Cada uno de nosotros representa a la humanidad; todos somos parte de ella y debido a la peste, lo sabemos mejor. Quien muere por coronavirus en cualquier parte del mundo, muere de la misma muerte, pero en el mundo han muerto muchos más pobres que ricos. ¿Simplificaciones?, no: la horrible luz de la muerte destaca aún más la desigualdad; el extremo de ‘prefiero morirme de coronavirus que de hambre’ es otra certeza atroz. Veamos la enfermedad cara a cara, a través de todas las caras: el desafío constante al que están sometidos médicos buenos, enfermeras y administradores hospitalarios. ¿Qué quiere decir para nosotros, confinados, ver de lejos la pandemia o creerlo así?
Sabatina: ‘lección compuesta de las de la semana, que los estudiantes solían dar el sábado’. En Cuenca, hace muchos años, una niña de la escuela María Auxiliadora levantaba desesperadamente la mano para responder a cualquier pregunta. Ante su insistencia, la maestra le preguntó: -¿Quiénes eran los cuatro evangelistas? Y la niña: -‘Los cuatro evangelistas eran tres: Enoc y Elías’…
“Hace años que la casa es objeto de una reflexión nueva y rica que la convierte en un espacio donde cabe el mundo entero, que se cuela por mil rendijas y cables y moldea los aspectos más íntimos de la vida doméstica. Estamos dentro sin dejar de estar fuera, y los demás nos acompañan…”.
Lo evoco siempre. Uno de los poetas españoles más entrañables, Antonio Machado, escribió este Consejo, en ‘Soledades’: “Moneda que está en la mano / quizá se deba guardar. / La monedita del alma / se pierde, si no se da’.
Querida María Paula ‘de rostro nuevo y prometedor’, como se la calificaba cuando entregó su esfuerzo a Alianza País y se adhirió honestamente a la infausta Revolución Ciudadana. Yo la admiré más, el momento en que decidió abandonar al perverso correísmo, ante sus excesos mafiosos por colmar los intersticios del poder.
El ‘hábito del arte’, según Maritain, compromete la personalidad del artista: su cultivo exige una tenacidad que no admite descanso. Marco Antonio Rodríguez trabajó sus ‘Cuentos del rincón’, ‘Historia de un intruso’, ‘Un Delfín y la luna’ y ‘Jaula’ entre 1972 y 1991. Hoy los reúne en ‘Todos mis cuentos’, en una bella edición ilustrada por grandes maestros amigos. Su escritura es insuperable. Cada narración contiene en germen las demás. Sucedió con “Historia de un intruso” y sucede con el cuento que da título a “Un delfín y la luna”: su universo es, de alguna forma, el de todos los otros.
Si Dios no existe, todo está permitido dijo Aliosha Karamazov a su hermano Iván, el ateo.