Miradle en el amanecer glorioso de aquel 24 de mayo de 1822. Los primeros rayos de la aurora iluminan desde el oriente la perdurable escena. El blanco caballo del héroe tasca el freno impaciente. Recogido el cuello, marcial e inquieto, ese corcel magnífico huella con los cascos las rocas, como ensayando el paso que los siglos reclamarán de él. Al fondo, las nevadas cumbres de los Andes empiezan a refulgir con el todavía gélido resplandor de las primeras luces. Hay en lo alto un cielo tempestuoso que todavía no acaban de vencer los resplandores del sol ecuatorial, un cielo de oscuras nubes, rezago de la larga noche pluviosa, símbolo de tinieblas de secular sojuzgamiento.
Y sobre el noble bruto, erguido ante la historia, cabalga el joven general Antonio José de Sucre, el adalid de la nobleza de alma, la magnanimidad del espíritu profundamente religioso, la lealtad y la limpia visión del mundo y los hombres. Su amplia frente, despejada bajo el abundoso y rizadocabello que el viento agita, brilla al impacto del sol primigenio de esta mañana quiteña, primera mañana en Quito de su aún joven vida que apenas llega a los 27 años, pero ya la más hermosa y trascendente de su acontecer humano. Los ojos, plenos de serenidad, atalayan la lejanía del paisaje, jineteando por sobre el vigoroso perfil de la nariz prominente. Las patillas, que le sombrean el rostro y avanzan airosas sobre las mejillas, quieren dar adustez a su fisonomía juvenil. El rictus de los labios entreabiertos, presiente el ataque inminente del enemigo.
La casaca azul contrasta con el blanco de las perneras y la negrura de las altas botas, donde despuntan en chispazos las doradas espuelas. La brisa del volcán revuelve el rojo capote con que se protege del rigor cuasi glacial de la empinada altura. La diestra mano aprieta la empuñadura de la espada, pronta a sacarla de la vaina que la siniestra sostiene. Es el momento preciso que han aguardado los siglos de antaño y recordarán los de hogaño.
Cuando Sucre extraiga el acero, los rayos del milenario sol de los Quitus relampaguearán sobre él. Y al conjuro de ese llamear de fuego, platino y lava, huirán las nubes, la oscuridad será vencida y restallará sobre América la más dramática victoria libertaria, que tuvo como escenario el volcán Pichincha de enhiesta cima tricúspide, a cuyas plantas Quito alienta impávido ante el peligro. Miradle: el pincel de Nicolás Delgado ha interpretado el instante cuando la libertad va a insurgir donde fuera anunciada al continente el 10 de agosto de 1809. Desde aquel óleo estupendo del Salón de la Ciudad, Sucre, el cumanés, quiteño para todos los siglos, presidía el Cabildo que iluminó América y vigilaba la marcha y luchas de la urbe donde, en medio de la veneración de generaciones, sus restos descansan en un sarcófago de granito del cráter del volcán de su gloria, donde él quería dormir el sueño eterno.