Vicente Albornoz Guarderas

La comodidad de una ideología

Los seres humanos somos menos racionales de lo que creemos. Al mismo tiempo, vivimos en un mundo complejo, impredecible y cambiante. Así, nunca seremos capaces de entenderlo todo, ni de tener certezas absolutas y eso hace aun menos llevadera nuestra existencia.

Para quienes son incapaces de vivir con incertidumbre y necesitan aferrarse de un punto fijo, algo inmóvil, un “absoluto”, siempre habrá una ideología que les calce y les dé esa certidumbre que tanta paz les puede proveer. El problema es que esas certezas son artificiales.

Pero no sólo que son artificiales, sino que suelen ser el resultado lo que queremos pensar. En otras palabras, a veces los seres humanos usamos nuestro enorme poder de razonamiento para justificar la conclusión a la que queremos llegar. Un ejemplo (nada económico) son los fanáticos deportivos que al inicio del campeonato siempre encuentran una forma de predecir que su equipo ganará y casi siempre se equivocan, no sólo porque el futuro es difícil de predecir, sino porque sus pasiones les llevaron a encontrar argumentos a favor de lo que querían pensar y a desechar lo que se oponía a sus sueños.

Las ideologías, sobre todo cuando se aplican a la economía, pueden ser tan distorsionantes como cuando se aplican a las competencias deportivas. Eso debería llevarnos a tomar conciencia de cuánto pueden sesgar nuestros razonamientos.

Al mismo tiempo, tampoco se puede negar la comodidad de tener una ideología clara, que separe el mundo en blanco y negro, que no vea los grises y que llene a su afortunado poseedor de certezas inamovibles, de un norte absoluto que le simplifique la vida. En resumen, de una vida en la que no es necesario cuestionarse nada porque todo tiene una respuesta predefinida que, además, se alínea con sus gustos.

Y como todo lo humano, detrás de una ideología pueden estar pasiones buenas y malas. Siempre he sentido que detrás del socialismo del Siglo XXI (una ideología que ante cualquier problema siempre receta “más Estado y más gasto publico”), había una dosis de búsqueda de justicia social (lo bueno) y de resentimiento con los más ricos (lo malo). Y todo se juntó en una ideología que atacaba a los gringos y a los pelucones y justificaba el malgasto, la corrupción y el endeudamiento público.

En la otra orilla, a los libertarios (donde la solución universal es “menos Estado y menos gasto público”) se los puede sentir como unos defensores a ultranza de la libertad, pero también esclavos de un cierto egoísmo, negando la simple posibilidad de que el gobierno pueda ser una manera de expresar la solidaridad con el prójimo.

Qué afortunados todos ellos, en su cómodo mundo de certezas. Y pobres los que nos cuestionamos todo.

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