De la proclama utópica de la Revolución Ciudadana a la ruptura del frente interno, el Gobierno afronta una crisis de impredecibles consecuencias.
Los últimos episodios solamente muestran una parte del problema y son consecuencia de cuatro años de demolición institucional, una política de tierra arrasada con los actores de la oposición -una oposición siempre es importante en democracia- y una aplicación de la política pragmática por encima de las tesis del discurso y las banderas de una campaña que prometió el socialismo del siglo XXI y una revolución ética que hoy se ven en la absoluta nebulosa.
Confundir democracia con populismo, socialismo con clientelismo y revolución con asistencialismo es grave.
Haber obligado al país a pagar el alto precio de la ruptura del Estado de Derecho es terrible. Y de ello son responsables en buena medida algunos de los actores políticos que hoy dejan escuchar su voz como una explicable disidencia. Esa voz, tan legítima como indispensable, no les libra de la responsabilidad de haber contagiado al país hasta embarcarlo en la aventura del caudillismo autoritario que concentra poderes y hoy nos gobierna por encima de las formas conocidas de democracia y al que las propias reformas encauzadas en el espíritu de Montecristi hoy generan incomodidad para el cumplimento de ciertas fases del proyecto. Porque el “proyecto”, que es una utopía que hasta hace poco justificó la militancia de respetables partidarios del Régimen, siempre fue un proyecto autoritario, ¿o es que acaso los disidentes de hoy no se dieron cuenta?
Ocurre que antes la utopía tapaba las verguenzas y justificaba los atropellos: el cierre del Congreso, los insultos de los sábados, la descalificación de los opositores y los críticos.
Todo pasaba en el discurso populista especializado en la tarima. Si ayer Asad Bucaram usó aquella frase de “sobacos perfumados” hoy está de moda tachar de pelucones a los que se oponen al “proyecto”, aunque algunos de sus beneficiarios se pasen a vivir al mismísimo Samborondón.
Hoy, planteada la consulta, se falta a una asambleísta disidente como Betty Amores, se denosta a una dirigente histórica de los indios como Nina Pacari. Se tilda de traidores a quienes fueron la savia nueva de la “revolución” y se intenta la burla de un grupo de ciudadanos respetables -por sus canas, por sus ideas, por su talento- que se atrevieron a oponerse al proyecto de consulta que busca inducir preguntas, consolidar el control del poder en manos del Ejecutivo al proponer una reforma al sector de justicia de dudosa efectividad para afrontar el principal problema del país y el Gobierno, la falta de seguridad.
Todo ocurre mientras se esfuma el espíritu de Montecristi, se apaga el ‘canto a la vida’ y la Constitución para 300 años apenas pasa los dos de efímera existencia.