Lo leí por primera vez cuando era estudiante de Ciencias Políticas y rondaba por las aulas universitarias la utopía del Hombre Nuevo, cuyo advenimiento se daría fusil en mano. El problema era que antes había leído a Balzac, a Onetti, sobre todo a Dostoyevski, y no me hacía muchas ilusiones sobre el mejoramiento espiritual de la especie. Eso es lo malo de la buena literatura: te entristece antes de hora al destapar las miserias y mentiras del corazón humano. Y cuando esa mirada se aplica al campo de la política el resultado es de espanto.
Maquiavelo no se anda por las ramas: luego de destacar que los consejeros de un príncipe piensan en sus propios intereses, añade que es “imposible que sea de manera distinta pues los hombres son siempre malos de no ser que la necesidad los torne buenos”. De ahí que para conservar a un buen ministro, el príncipe deba recompensarle, enriquecerlo, halagarlo con honores y responsabilidades para que se mantenga a su lado.
Consejos como estos, análisis, frases deslumbrantes y ejemplos que conservan una actualidad aterradora muestran en cada página la genialidad de ‘El Príncipe’, escrito en 1513 para convertirse durante cinco siglos en libro de cabecera de gallos como Napoleón, quien lo fue comentando al margen. Pero que ha sufrido también la verguenza de verse reducido al cliché de que el fin justifica los medios, repetido por gente que no le ha visto ni la pasta, cuando lo que hizo el gran Nicolás -que gustaba del amor contra natura con la Riccia y con alguno que otro mancebo-fue despojar de moralismos también a la política, inaugurando la ciencia moderna del arte y la técnica de gobierno. Y con alto estilo pues Nicolás era, además, un esteta del lenguaje y amante de los poetas clásicos.
Su modelo de líder es el brioso y cruel pero desafortunado César Borgia, al que consagra varias páginas aunque la obra sea dirigida a los Medici, quienes lo han expulsado de Florencia. El caos de Italia, a la que ve “presta y dispuesta a seguir una bandera a falta tan solo de alguien que la enarbole”, le lleva a plantear la necesidad de un príncipe nuevo, joven, que debe ser “más impetuoso que precavido porque la fortuna es mujer y es necesario castigarla”.
Además, para conservar el poder vale mas ser temido que amado pues los hombres tienen menos consideración en ofender a quien se hace amar que al líder cuyo castigo temen. Y quienes le exigen que cumpla una promesa pierden el tiempo, cuando no la cabeza, pues no debe un príncipe prudente mantenerse fiel a su palabra cuando tal fidelidad redunda en perjuicio propio. Como la zorra, debe fingir y disimular porque “los hombres se someten tanto a las necesidades presentes que quien engaña hallará siempre alguien que se deje engañar”.