Democracia, pueblo, ciudadanía, país, son conceptos vaciados de contenido por la reiteración del discurso y la propaganda. Esas ideas se han transformado en lugares comunes que ya no suscitan ni reflexión, ni pasión, ni curiosidad. Son parte de la jerga política. Son acápites de la fraseología vacua que escuchamos por más de treinta años, y que a nada convoca. Esas palabras, en la mente del hombre común, lo único que suscitan es la idea de la política electoral, de la acción para captar poder, disputar posiciones e imponer ideas. Incluso la noción de “patria” ha perdido la magia, el encanto, la capacidad de evocar y emocionar que tuvo en los días en que los niños la honraban al izar la bandera en el patio de la escuela.
El proceso de devaluación de lo público que invade al Ecuador y a América Latina, el desprestigio de lo político, la sospecha sistemática que pone en entredicho a casi todo, están matando a las ideas y a las emociones básicas, sin las cuales la convivencia y sus acuerdos se hacen imposibles. Sin puntos de coincidencia, no existe sociedad. Existe, sí, un abigarrado conjunto de gentes que disputan intereses de todo orden, que arrancan cada cual su ventaja, que atesoran lo que pueden. Existe discurso, pero no hay lugar de encuentro. No hay espacio en que cada persona pueda sentirse parte de un todo, miembro de un nación. O, al menos, integrante del barrio, la ciudad o la provincia.
Por eso, en tiempos de incertidumbre, cabe preguntarse ¿qué es el país? La pregunta alude a la comunidad histórica en la que casi todos se sienten insertos, a la que casi todos reconocen como lo “nuestro”, ese concepto que remonta la política, que une y permite identificar, aunque fuese de modo difuso, lo nuestro con el suelo firme, con la tradición de los abuelos, con la memoria, con el sentido de cada ciudad, con la esquina de cada pueblo, con el acento de cada región.
Cuando uno empieza a preguntarse ¿qué es el país?, cuando la duda ensombrece la certeza que debería acompañar a esa palabra, significa que la crisis es muy honda, que excede a lo institucional, que supera a lo político. Y que socava lo esencial: el sentido de pertenencia. Y que rompe los lazos, que envenena los afectos, y que hace pensar, con persistencia, que es mejor irse, buscar otra casa, porque la nuestra se volvió insegura, se saturó de incertidumbre. Porque acá, aprendimos a odiarnos, a sospechar del vecino, a despreciar al otro. Porque las diferencias ideológicas y las opiniones políticas empiezan a dañar a las familias, es decir, a matar el germen de lo bueno.
Pese a todo, hay que preguntarse qué es el país, que significa para cada cual esa palabra, qué evoca, qué afirma, qué niega, qué interroga. La pregunta –y la duda- al menos evidencian que todavía nos importa un poco, que algo nos duele este espacio que ha sido el horizonte de siempre.