El escritor Óscar Vela ganó dos veces el premio Joaquín Gallegos Lara por ‘Desnuda oscuridad’ (2011) y ‘Todo ese ayer’ (2015).
A pesar de lo trágico y opresivo que ha sido el año, o quizás por esas mismas razones, el 2020 ha sido fructífero en lecturas que me han acompañado, reflotado o rescatado de estos tiempos aciagos.
En las endebles democracias latinoamericanas, la institucionalidad está constantemente amenazada por el populismo mesiánico que ha surgido una y otra vez, desastre tras desastre, con aquella promesa falaz, repetida hasta el hartazgo, de refundar la patria.
Todas las sociedades tienen a sus élites en la cima de la pirámide humana. Allí se concentra el poder económico y político. Por debajo está la franja de la clase media, luego la de la clase pobre y, finalmente, la de la miseria, que aparece, en mayor o menor grado, en casi todas las naciones del mundo.
La decisión que tomó la Corte Constitucional sobre las preguntas que le hiciera el alcalde de Cuenca para, vía consulta popular, prohibir actividades mineras en ciertas zonas de Azuay, traerá consecuencias catastróficas para el país. Por desgracia, los ganadores de este proceso serán las mafias de minería ilegal y sus auspiciantes disfrazados de ambientalistas, que ya estarán organizando en la provincia operaciones delincuenciales como las de Buenos Aires, Nambija o el Alto Nangaritza.
En Manabí nadie ha logrado olvidar el terremoto de abril de 2016. Además de las víctimas, más de seiscientas setenta personas cuya memoria flota aún entre sus seres queridos y conocidos, también se recuerda cada día aquella tragedia por los escombros que descansan incólumes en varias de sus ciudades o por los esqueletos herrumbrosos y carcomidos de lo que alguna vez fueron edificios de viviendas, locales comerciales, templos u hoteles.
Tuve conciencia de la muerte a los seis o siete años, cuando un compañero de escuela, Juan Carlos, con quien además compartíamos banca y disputados juegos de canicas durante los recreos, falleció de forma trágica en Atacames. Mi último recuerdo de aquel amigo se remontaba a un viernes en el que quizás no sucedió nada particular, solo que él estuvo allí, entre nosotros, escuchando clases, jugando o haciendo trabajos, y luego el miércoles, al volver, ya no ocupaba su lugar.
La deuda pública ecuatoriana es de USD 58.000 millones. De eso, unos 18.000 están en bonos que se negocian en el mercado internacional. Esos bonos son, justamente, lo que hoy se está renegociando.
Desde el retorno a la democracia y hasta donde alcanzan mis recuerdos, el país siempre estuvo en crisis. La misma reflexión han hecho las generaciones anteriores en un espacio de tiempo mayor al mío. Ellos, claro está, con la sabiduría, la experiencia y los conocimientos que se adquieren con la edad, también con desesperanza, sin duda, pero, sobre todo, con el reposo y las certezas que solo terminan por asentarse en el ser humano en los tramos finales de la vida.
A la gran mayoría de políticos del Ecuador no les interesan los muertos ni el dolor que ha dejado esta pandemia, tampoco el desempleo creciente ni la situación económica que sufren tanto el sector privado como el público. Al final, para ellos todo esto solo se trata de cifras que juegan a favor o en contra de sus cálculos políticos, que es en realidad lo único que les importa.
El encierro forzado por las circunstancias nos sorprendió en la vorágine de la vida diaria, en medio de una normalidad a la que no le habíamos puesto atención ni la comprendíamos, ni sabíamos que existía, hasta que, de forma imprevista, como si se tratara de un desastre natural que acaba de arrasarlo todo, nos hundimos en la oscuridad, abatidos por la angustia, la incertidumbre y la desazón.
Las noches se han hecho más largas, quizás también más oscuras frente a la desesperanza y la incertidumbre que se acentúa en el abismo de nuestra conciencia cuando entra en agonía. Intentamos entonces ser doblegados por el sueño profundo, pues allí, en sus entrañas, aunque a veces anidan pesadillas inquietantes o travesías absurdas, nos aguarda el sosiego de las aguas en remanso, y, en ocasiones, también un encuentro fugaz o un esperanzador cruce de palabras con los que ya no están.
El 2019 creímos que acabaría desbarrancándose todo. El país sufrió enormes pérdidas económicas, mayor desempleo, quiebras e iliquidez por las paralizaciones, destrucción de ciudades e intentonas golpistas de un grupo de delincuentes y de sus irresponsables secuaces. A nivel mundial las grandes potencias se movían estratégicamente para acomodar sus fuerzas y reorganizar, según sus intereses, la geopolítica del planeta.
Hay sociedades que han vivido por décadas al límite de su autodestrucción. En muchas de ellas es usual que caigan bombas, exploten minas o se lancen misiles. Y, por desgracia, también es frecuente que esos artefactos siniestros, a veces silenciosamente mortales o en ocasiones acompañados del fragor de un trueno, arrasen con todo a su alrededor en pocos segundos.
La primera parte de este nuevo año será turbulenta. Los procesos judiciales más importantes por actos de corrupción de la época correísta entrarán en sus etapas decisivas durante las siguientes semanas. También concurrirán a las cortes los inefables líderes indígenas y los políticos verdes que participaron en los actos violentos del mes de octubre. Los imputados en unos casos y otros se seguirán victimizando y buscarán eludir a la justicia uniéndose en un nuevo frente común que convoque a otro paro nacional o a protestas callejeras para intentar desestabilizar al Gobierno.
Hace pocos años, un pequeño grupo de acomplejados resolvió modificar la forma en que se cantaba el himno a Quito. Los componentes de esa pandilla, alentados por los carajazos que retumbaban en la Plaza Grande entre Carondelet y las oficinas municipales, pretendieron borrar de la memoria de los habitantes de la capital la segunda estrofa de la letra escrita en 1944 por Bernardino Echeverría, sustituyéndola por la tercera estrofa que nunca había sido entonada por los quiteños.
La primera parte de la era republicana del Ecuador, entre 1830 y 1933, estuvo marcada por enfrentamientos fratricidas en la arena política entre liberales y conservadores, con la inevitable intromisión de dictaduras civiles auspiciadas e impuestas como consecuencia de alzamientos militares, con la injerencia decisiva del clero en cuestiones de Estado.
Los acontecimientos de octubre dejaron flotando en el ambiente del país un cúmulo de sensaciones negativas y una inmensa cantidad de preguntas sin respuestas. El futuro se vislumbra nebuloso e incierto, entre otras razones porque la situación fiscal es todavía más apremiante tras el retiro de las medidas económicas como consecuencia de la crisis, pero también porque hoy nos domina el desasosiego, la desconfianza, el temor, la incertidumbre, el revanchismo y una preocupante escalada xenofóbica.
El caos en que cayó Ecuador esta semana tiene como responsables directos a Rafael Correa y a Nicolás Maduro, una combinación peligrosa de tiranía y mediocridad alentada por recursos económicos de oscura procedencia e impulsada por las esquirlas de la implosión del Foro de Sao Paulo que, entre muertos, prófugos y encarcelados por corrupción, se ha llevado buena parte de los dictadores latinoamericanos del siglo XXI.
La tecnología está poniendo en entredicho al libro. La tecnología, y la prisa como estilo de vida están generando dudas sobre la función de la lectura, entendida como herramienta de conocimiento y pieza fundamental de la cultura. Me refiero a la lectura consciente y reflexiva de los libros de verdad, y no al método de aproximación somera a los resúmenes ejecutivos y a otra suerte de simulaciones.