Olga Imbaquingo. Corresponsal en Nueva York
Marina Abramovic está de vuelta. Hasta mayo desviará las miradas de La noche estrellada, de Van Gogh, y las señoritas de Avignon, de Pablo Picasso. Quizá por un momento no serán el objeto de deseo de los miles de visitantes que llegan al Museo de Arte Moderno de Nueva York.
El MOMA, como es mejor conocido, le está apostando a Abramovic, la decana del body art, como lo hizo un día por Andy Warhol, el máximo exponente del arte en movimiento, que más tarde se conocería mejor como pop art.
El arte de estos días al que el MOMA abre las puertas es el de cuerpos desnudos y en vivo.
Son miradas frente a frente donde los visitantes tienen paciencia y hacen cola, se pueden sentar y comunicarse solo con los ojos con… Abramovic. Sí con ella misma en tiempo real, perecedero y frágil. Si hay alguna forma de describir este arte tal vez sería así: es el uso de su propio cuerpo como sujeto y objeto y como un medio para explorar hasta dónde se extienden las fronteras físicas y psicológicas de ella misma, porque por más que se quiera conceptualizar solo como arte, aquí hay algo de autoconsagración y autoflagelación de un personaje, de ella misma. De la diva.
Si de algo se alimenta y se energiza esta artista es de ella y sus audiencias, que terminan siendo parte del montaje, sin diálogos de por medio, sentados frente a ella tanto cuanto puedan aguantar completan esta representación que los hace parte de la experiencia del arte Abramovic.
Por muchos años no hizo sola su trabajo y allí se puede ver la huella de su amante Ulay, el artista alemán Frank Uwe Laysiepen, parte imborrable de esta retrospectiva.
Imponderablia llamó a uno de sus representaciones más universales, expuestas en 1977. Consistió en plantarse completamente desnudos, en la puerta que dividía dos galerías de un museo.
Los visitantes si querían cruzar tenían que hacerlo muy apretaditos a través de la impávida y silenciosa desnudez de Ulay y Abramovic. Esa representación, al igual que la de las cabelleras de él y de ella enredadas y atadas entre sí, vuelve a recrearse en esta exhibición con actores entrenados por ella. No son pocos, especialmente las mujeres, los que se sonrojan al cruzar entre dos hombres o dos mujeres desnudos, rozando quizá más de la cuenta sus pechos y sus bajos vientres.
Cuatro décadas ha perdurado el arte en acción con el inconfundible sello Abramovic. La artista, nacida en la ex Yugoslavia en 1946, echa mano de ella misma, de su cuerpo y su temporalidad para hacer -si unos así lo quieren ver- un arte que solo monta escenario en la mañana y se desmantela en la tarde.
Pero en lo más profundo su obra es un permanente rodar de la cinta de su vida, de su país y su gente. De esa relación amorosa escrita en piedra entre la vida y la muerte, de la vida y otros de sus pasiones: el sexo, la violencia, temas presentes y conmovedores.
Esto es lo nuevo y lo radical en el MOMA, porque es por primera vez que sus salas de arte y sus visitantes pueden ser estudio y objeto de filmación, de archivo y de documentación.
En una palabra: conservar el arte en vivo, la locura racional de Abramovic, quien en nombre del arte en impresionante velocidad ha clavado cuchillos entre sus dedos, se ha cepillado el cuero cabelludo hasta sangrar, se ha enredado su cuello entre serpientes pitón, y a punta de navaja dibujó un pentagrama en su ombligo.
“La tentativa más interesante de esta muestra es el impulso de ella de conservar lo efímero de una forma de arte y pretender controlar el tiempo de ella”, escribe el crítico de arte The New York Times, Holland Cotter.
Lo que trae es una retrospectiva que incluye 50 trabajos que viajan por toda la vida de la artista.