En la vieja casa de la Veintimilla, desde su espacio de arte y belleza, recibí de ella una luz particular.
La había entrevisto, hacía algunos años, en casa de Vicky Frey, exdirectora de la Escuela de Teatro de la querida Católica de entonces; la conocí de verdad, en mi lectura de Una Luz sin sombras. Valoré su sinceridad, tan difícil de encontrar en las manifestaciones culturales, literarias, sociales de una mujer ecuatoriana -casi todas ‘felices’, tan de ‘todo perfecto’, de ‘estamos muy bien’, ‘los chicos, excelente’, etc., que ocultan ¡ay!, a veces, íntimos desastres… A base de experiencias dolorosas, por intensas, vividas con irreprensible alegría -su inteligencia le permitía un acercamiento optimista a nuestra condición humana, aunque ese optimismo se pusiera a prueba, inevitablemente, en el diario vivir-, Luce Deperon hizo de su vida un ámbito de sencilla sabiduría, de creación y fuego cotidiano. Estuvo satisfecha con casi todo lo que vivía, con sus relaciones y amistades, con la presencia de sus hijas artistas, incansables, con cada regreso de su hijo ausente, con el encanto de sus nietas… Como no le bastó el espejo de los suyos, a base de apuntes de muchos años, redactó Una luz sin sombras, bello y admirable libro, examen ejemplar de su existencia; errores, aciertos, amores, dejaciones, y ¡ningún rencor!, cuando tuvo tantas razones para experimentarlo. Libro que, sin proponérselo, con tanto talento como veracidad, revela los entresijos de una época bohemia, de pintores, poetas y demás ejemplares de nuestra compleja, ¡ay!, y acomplejada fauna de mediados del XX.
Esta exaltación la acompañó hasta la víspera de su muerte, tan cercana aún, que me parece imposible que se haya ido sin que la volviera a ver, sin haber regresado a su departamento para oírle hablar de sus afanes poéticos y envidiarla dulce y levemente por esa disposición constante, y por esa fe en sus propias cualidades creativas. Al irse, nos dejó el testimonio de su claro mirar hacia la muerte, en un examen de sus múltiples quehaceres y de los sucesos de su vida, como también de su esperanza y su melancolía.
Quizás no se encuentra este término entre las páginas de ¡Bendita vejez!, libro a cuyo testimonio apelo, pero esta “tristeza vaga, sosegada y permanente”, sedimento de toda creación, nostalgia nativa provocada por la intuición de aquello que, habiendo podido ser, nunca será; saudade de nuestro propio ser, nunca completo, apenas vislumbrado; esa melancolía que atribuimos a acontecimientos externos, cuando está en el nudo mismo de nuestro corazón, era la suya, presente en su obra, en su amor por la gente, los animales y las cosas, en su riquísima amistad.
La miro a la luz de su muerte, y me asombra su sombra dilatada, distinta, y evoco su comentario de un paseo, en París, al crepúsculo: “¿quién puede pedir algún recuerdo más increíble a la vida?”