Juan Pablo Aguilar Andrade

La legislación como absurdo

En el Ecuador domina la cultura de la hacienda. Esa forma de organizar la producción es también una concepción del mundo, en la que no hay espacio para decisiones libres ni deliberaciones democráticas. La cultura de la hacienda se basa en la sujeción, necesita y busca desesperadamente un patrón que dirija, reparta premios y castigos, clasifique las cosas en buenas y malas y diga lo qué hacer y cómo proceder. El éxito del correísmo se basó, precisamente, en esas raíces feudales; no en la propuesta, de la que carece, de una nueva sociedad.

Lo importante, sin embargo, no es el patrón de carne y hueso, sino las órdenes como tales, esas que liberan de la obligación de pensar y permiten ver la culpa en los mandatos y no en los propios actos. Por esta vía, la ley deja de ser regla de convivencia, y se reduce a manual de instrucciones, mientras más detallado mejor, de lo que se debe hacer o no.

Esto se ve con claridad en el proyecto de ley sobre el uso legítimo de la fuerza, que tramita la Asamblea Nacional. Al menos desde que el Estado moderno es tal, sabemos que personifica un poder que se impone, incluso, por medios violentos; medios que, por provenir de la autoridad soberana, se consideran legítimos. Esa violencia, se dice, debe ser un último recurso, y por eso se habla de la necesidad de usarla proporcionalmente, en relación con la importancia, el tamaño o el nivel de peligrosidad de la amenaza que se pretende conjurar.

Esto es suficiente y exige, para ser juzgado y entendido, de un mínimo de racionalidad, que tome en cuenta las particularidades de cada caso. Pero lo que se busca es una lista de instrucciones, a la larga incapaz de abarcar la infinita variedad de circunstancias que ofrece la realidad. Si el absurdo se convierte en ley, ya veremos en los tribunales largas discusiones sobre si se cumplió o no el paso dos, si apuntó antes o después, o si se demoró diez segundos, o se adelantó cinco, en levantar el arma.

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