Los senderos que se bifurcan

El Tiempo, Colombia, GDA

Siempre nos conmueven las historias del exilio y el desarraigo. Las de los pueblos o las familias que alguna vez, por alguna razón, tuvieron que separarse, y cuyo rastro se va difuminando por el mundo casi hasta perderse, aunque en el fondo queda también su rescoldo, que ni la distancia ni el tiempo pueden apagar del todo aunque lo quieran: esas cenizas y esas brasas, que basta soplar de nuevo solo una vez para que vuelvan a arder.

Claro: no es lo mismo la vida de los exiliados que la de los emigrados; no son iguales los motivos de los que se tienen que ir a la fuerza y los de los que se van porque quieren hacerlo, o aun sin quererlo lo hacen por su propia decisión. En ambos casos del desarraigo, tanto en el del exilio como en el de la emigración, hay una especie de vida que se queda en la sombra y que cuelga para siempre sobre el destino de sus protagonistas, los que se quedan y los que se van. La vida que habría podido ser y no fue.

Ahora, con Internet y todas las facilidades que hay para comunicarse y verse y no separarse ni un minuto, esa incertidumbre que antes implicaba la distancia parece imposible; casi envidiable. Pero hubo un tiempo, no tan lejano, en que familias enteras se dispersaban por el mundo y sus miembros no volvían a saber los unos de los otros en muchísimos años, y su vida estaba alimentada siempre, también, por el vacío y la nostalgia. Por la ilusión o la intriga de saber qué había sido de esa parte de su propio ser que ya no estaba allí.

Hablo en carne propia porque mi familia materna fue de emigrantes italianos, como las ha habido tantas. Sin que en nuestro caso mediara, por suerte, ninguna circunstancia fatal. No. Mis abuelos dejaron para siempre su país y ya. Y nunca volvieron, solo mi abuela que lo hizo 40 años después, cuando su hermano, al que dejó a los 30 años, ya era un anciano. Me cuenta un tío de allá que en ese viaje ella no quiso volver a los lugares en que había transcurrido su vida, a veces es mejor no remover ni despertar los recuerdos que no fueron.

Hace poco estuve hablando con Helena Mallarino de su mamá, Asita, que es uno de los grandes personajes de mi vida; pronto le dedicaré una columna, aunque habría que dedicarle una novela entera para hacerle justicia. Asita fue una típica representante del exilio español después de la Guerra Civil, y su familia quedó esparcida en mil pedazos a ambos lados del mar. Tanto, que sus dos hermanos menores se separaron en un túnel, y no se volvieron a ver en décadas. Al reencontrarse el uno le dijo al otro, entre lágrimas: “Fue un túnel muy largo”. Helena cuando se fue a vivir a la Argentina conoció por fin a sus primos de allá, y fue como si los hubiera visto toda la vida: cantaban las mismas canciones, contaban las mismas historias, se reían con los mismos chistes, lloraban a los mismos muertos. Entonces le dijo su tío, uno de los niños de ese túnel interminable: “Que esto pase es la prueba de que Franco no ganó la guerra”.

Suplementos digitales