Como todos los años, enero y febrero traen desgracias a las provincias de la Costa ecuatoriana porque no se toman las medidas preventivas adecuadas en los momentos pertinentes.
Pese a que la propaganda oficial reitera que la “gigantesca obra pública” es uno de los signos del cambio que ha traído al país la llamada revolución ciudadana en sus primeros tres años en el poder, los hechos cotidianos parecen desmentir el optimismo gubernamental, pues resulta insólito que miles de ecuatorianos vuelvan a sufrir la tragedia de todos los años debido a la falta de muros de contención, obras de alcantarillado, canales de drenaje, escolleras, caminos de acceso de penetración y vías.
Cada vez que se desbordan los ríos se desnuda la ausencia de trabajos elementales que ni siquiera demandan enormes inversiones de dinero o de tiempo pero que, si se realizaran en la temporada de verano, evitarían que se sigan repitiendo hechos tan lamentables como aludes, personas muertas y desaparecidas bajo las aguas, enormes extensiones de sembríos inutilizadas, destrucción de carreteras y caminos vecinales, aislamiento de cientos de familias que viven en aquellas zonas distantes a los centros poblados.
En situaciones como estas no cabe sino llamar la atención a las autoridades locales y a las nacionales para que den un giro definitivo a la cultura de negligencia que consiste
en actuar sobre los hechos consumados y no planificar ni prevenir los efectos de eventuales desastres naturales.
Igual llamado es importante hacer a los propios pobladores damnificados: si bien como parte de sus derechos ciudadanos deben exigir a los poderes estatales que se realicen las obras necesarias, también tienen la obligación, en función de su propio bienestar, de cuidar su entorno.