En marzo de este año, en la Marcha de las Mujeres en Washington un cartel llevaba esta leyenda: “Make Margaret Atwood fiction again” (una ironía alusiva a la campaña de Trump, que pide que las historias de Atwood vuelvan a ser ficción y dejen de ser -una aterradora- realidad).
El conmovedor libro escrito por Rafik Schami, describe la historia del joven Farid, enamorado de la hermosa e inteligente Rana, miembros de familias cristianas que se odian a muerte, los Mushtak, católicos, y los Shashin, de tradición greco-ortodoxa.
Me refiero, lisa y llanamente, al fundamentalismo. A tantos fundamentalismos sociales, políticos y religiosos que marcan y enmarcan nuestras vidas y acaban reduciendo nuestra libertad, a veces hasta el punto de anularla.
En estos días donde el fundamentalismo nos restriega en el rostro la evidencia del mal, existen personas capaces de afirmar que el fundamentalista religioso puede ser “un noble y valiente defensor de su fe y los derechos humanos”.
Se asocia al fundamentalismo con algo indeseable y al fundamentalista con alguien siniestro, violento y criminal. Pero no siempre es así.
Recientemente, un dibujante fue perseguido por criticar a un asambleísta por su falta de habilidad al leer. Aunque su castigo fue la muerte, la crítica que realizaban los dibujantes de Charlie Hebdo contra figuras religiosas, y la religión en sí misma, era respuesta frente a los abusos, incoherencias y actos violentos que vienen desde los credos de fe.
Un kamikaze se hizo estallar este domingo, 18 de enero, en su vehículo estacionado en una estación de autobús de Potiskum, en el noreste de Nigeria, provocando al menos cuatro muertos y 48 heridos, informaron a la AFP fuentes policiales y hospitalarias.
Hassan Rouhani, presidente de Irán, en su intervención en la Asamblea General de la ONU, señaló que las potencias de Occidente han sido las propiciadoras del fundamentalismo en Medio Oriente y aseguró que ahora no saben cómo detenerlo.