Casi fue en el mismo día. Venezuela amortiguó la enrome distancia que separaba el precio del dólar oficial con el de la calle con un sistema de bandas cambiarias para viabilizar la economía de varios sectores empresariales. Por su parte, Argentina también tuvo que ceder y devaluar el cambio oficial en dos oportunidades, aunque disparó el “blue” a más de 12 pesos por dólar. Son facturas que se explican en gran parte por la política económica de regímenes populistas que represan y maquillan el cambio real, aunque la inflación siga la ruta de un caballo descarriado y con los nervios alterados.
Estos rumbos de la evolución cambiaria tienen como antecedente histórico en América Latina un modelo de nominado “sustitución de importaciones”.
Los resultados de su implantación fueron variables. Muchos países que la adoptaron se iniciaron con un fuerte despegue de las industrias nacionales favorecidas no solo por el proteccionismo estatal sino por el ambiente que siguió a la Segunda Guerra Mundial. El problema radicó en la necesidad de inversiones abiertas, constantes y oportunas para evitar la obsolescencia; sin embargo siempre fue necesaria -en mayor o menor grado- la asistencia fiscal y los sacrificios del sector exportador que en parte se volvió marginal de la política económica del Estado. Cuando las divisas se deprimieron, funcionó la extraordinaria máquina de billetes y su indeseable hija: la inflación. El problema que registra la historia es que se inició un círculo vicioso que conectó la inflación con la inestabilidad política, el surgimiento de mágicos populismos, insatisfacción social acicateada ideológicamente que terminó en violencia y represión como capítulo final. Luego las aguas volvieron a su cauce y el liberalismo económico en su versión globalizadora ha brindado opciones no extremas que en algo recuerdan los buenos tiempos de “Estado de Bienestar europeo”.
El Ecuador todavía se beneficia de una celestial trilogía: alto precio internacional de su producto base, la dolarización y sectores productivos tradicionales que son exportados y se consumen nacionalmente a buen precio. El problema que podría sobrevenir es muy diferente a los de sus colegas ideológicos. Se trata de que los ingresos en dólares no cuadren con el gasto fiscal y sea necesario restringir cada vez más las importaciones y que se privilegie la producción nacional. Sin duda esta sustitución beneficiará a la industria a largo plazo, pero es probable que inmediatamente sea difícil cubrir un abastecimiento, además muchos insumos indispensables para su funcionamiento deberán ser importados. Por supuesto las zonas fronterizas de Colombia y Perú estarán dispuestas a suplir con alegría cualquier urgencia de abastecimiento. Por esto es difícil entender la oportunidad o el apuro de las decisiones que se están expidiendo, cuando el tiempo postelectoral se supone más benigno para estos ajustes.