Charlatanes ha habido siempre. Hay los de alto coturno que reinan en los cócteles y prosperan en los salones. Gozan de credibilidad y son los referentes de las elites. Hablan de todo ante la concurrencia de los elegantes de ocasión. La retórica, entonces, se ajusta a la distinción que imponen la corbata a la moda y el traje italiano. Los asuntos sobre los que versan sus digresiones son, por cierto, de altura, casi siempre cargados de la pedantería de las cifras y del “conocimiento” del mundo. No hay tema que ignore tal personaje ni secreto que no domine. Es, como dice el pueblo, un todólogo.
Uno de los problemas más graves, que derivan del crecimiento y del intervencionismo del Estado moderno, radica en la tendencia a apropiarse de asuntos que pertenecen a las personas. Parte esencial del patrimonio moral y de la intimidad del individuo ha sido, y es, la idea de la felicidad, aquello de realizarse cada uno como sujeto, y de “vivir” en el sentido integral de la palabra, y no de “sobrevivir” entre sobresaltos y angustias; es aquello de tener un espacio razonable de autonomía y una básica garantía para ejercer las libertades; es la aspiración a prolongarse en los hijos y en los nietos, y de proyectarse en lo que cada uno hace, en sus obras mínimas o grandes. Aquello de no sentirse sometido, y de tener seguridad.
Cuestión de cultura, asunto de responsabilidad social y sentido de vecindad: los extranjeros residentes en Cuenca organizan mingas para pintar el centro de la ciudad, borrar los grafitis y dejar nítidos paredes y monumentos, y así, hacer de Cuenca más ciudad. Nadie los obliga, la iniciativa nace de su compromiso con el sitio que les acogió, del hecho de que hay quienes prefieren la limpieza, que es educación, que aman las formas y procuran que el sitio en que viven sea acogedor, que sea una casa, y no un arrabal.
Las sociedades funcionan cuando hay un mínimo de confianza y de solidaridad verdadera; cuando la gente puede hablar sin miedo; cuando se puede caminar sin mirar atrás esperando el golpe a traición o la sorpresa del arranche; cuando es posible trabajar sin desasosiego.
Desde que se inventó el “pueblo” como entidad política -porque es una hábil invención política-, la manipulación de la gente ha sido constante y, casi siempre, exitosa. Los caudillos han convertido el discurso en demagogia, los mensajes en hojarasca y los proyectos en novelerías vacuas que concitan, sin embargo, la adhesión de los votantes.
El poder y la manipulación de la furia nos ha convertido en testigos de la destrucción, de la demolición de las piedras históricas, de los parques, los árboles, las aceras y las calles. El poder de la furia ha transformado a los vecinos en enemigos; han desaparecido los gestos amables, las actitudes tolerantes, y todos esos gestos que hacían de esta ciudad un espacio vivible. Ahora vemos las caras de ira, los gritos. La manos son armas que portan piedras, y las palabras son insultos.
Martín Fierro, el gaucho, decía: “Muchas cosas pierde el hombre/ que a veces las vuelve a hallar/ pero les debo enseñar/ y es bueno que lo recuerden/ si la vergüenza se pierde/ jamás se vuelve a encontrar”.
Tomo prestado para este artículo el título del libro del escritor colombiano William Ospina y, como él, digo: “Tal vez se cumplirán las previsiones de los profetas de la ciencia ficción. Tal vez los hangares atómicos darán cuenta de una humanidad frágilmente hacinada en inmensas colonias urbanas; o la bomba demográfica convertirá a los humanos en termitas enloquecidas que se aniquilen a sí mismas; o los ríos de autos o la industria indiscriminada y los pesadillescos plásticos indestructibles y las basuras inmanejables convertirán a las ciudades en reinos inhóspitos de la neurosis, la velocidad y el desorden; o tal vez un día la humanidad desesperada de sí misma, de sus congestiones vehiculares, de su frenesí industrial, harta de publicidad, aterrada de inseguridad, sorda de estruendo, recordará que existen campos inmensos y encontrará otra vez el camino de una vida lenta y sensata; o tal vez una masiva deserción de los termiteros humanos llevará terror a los campos como a veces lo traj
Sí, “mi” país, con su geografía y su soberbia de volcanes, su arrogancia de cordilleras. Su paz aún posible, su gente que modula en tantas formas la humanidad, y que habla igual en el acento castizo de los lojanos como en el argot de los manabitas. “Mi país”, con su memoria que resiste los desprecios.
Sí, ¿para qué sirve la política?, porque desde hace años presenciamos un espectáculo, con bandas sonoras y barras contratadas, que ha convertido la democracia en una farsa, la república en una palabra vacía y la ley en instrumento de dominación. Y se habla de ¡! instituciones ¡!, cuando lo que existe es una estructura construida, con malicia y habilidad, para asegurar el éxito de las agendas de caudillos y movimientos.
El informe de Michelle Bachelet sobre la situación de Venezuela es una evidencia más -contundente y definitiva quizá- acerca de la destrucción de un país, de la sistemática liquidación de los vínculos sociales y de la agonía de los derechos fundamentales y las libertades. Es evidencia del empobrecimiento, la represión, las ejecuciones extrajudiciales, la inseguridad, y las causas de la migración de millones de seres humanos que huyen de su tierra.
Por largo tiempo, Quito fue referente histórico, remembranza colonial, capital del país y centro del poder político; fue el símbolo de la república y, al mismo tiempo, escenario de golpes de estado y “escritorio” de las dictaduras.
Algunas propuestas planteadas en el Consejo Nacional del Trabajo han provocado una tormenta en un vaso de agua. Han revivido las viejas tesis que apuntan a privilegiar a quienes ya tienen trabajo, afianzar la inmovilidad, perpetuar las “conquistas” y satanizar a los empleadores. Todo ello, olvidando que el principal problema que debería atacar una reforma laboral es el desempleo y el subempleo.
Las declaraciones de José Mujica sobre la represión en Venezuela revelan la doble moral de la izquierda comunista, la falsedad de los discursos, la vaciedad de los argumentos en defensa de los derechos humanos y el sesgo interesado de las proclamas de soberanía. La rebelión de los venezolanos despojó a las izquierdas de las máscaras con las que han disfrazado, desde siempre, su índole violenta y dictatorial.
Los sistemas políticos se asientan en una suma de “ficciones necesarias”, de acuerdos y eufemismos que colocan a la sociedad en un espacio de hipótesis y supuestos, que sin embargo, asumimos como hechos, y de teorías transformadas en realidades virtuales por razones utilitarias. Todo ello porque, de otro modo, la convivencia sería difícil, quizá imposible, y el poder carecería de justificación. En ocasiones, las ordenes, los actos de autoridad y fuerza, se esconden bajo presupuestos o dogmas, que se revisten de presunta justicia para legitimarse y lograr obediencia.
¿Qué mismo es lo de Assange, espionaje en contra del imperio, conspiración en beneficio de la transparencia o chisme elevado a la categoría de moral pública? Sí, es necesario saber en qué incurrió el personaje, y si en realidad es el símbolo de la posmodernidad contestataria en que le han convertido; si vale la pena jugarse diplomáticamente con Inglaterra, Suecia y Estados Unidos al concederle asilo; si no hay un malentendido político en la comprensión de su tarea de hacker, o de hábil manipulador del mundo mediático.
Probablemente, los resultados electorales y las especulaciones consiguientes empañarán los temas de fondo, o al menos, dilatarán las reflexiones sobre la ciudad, que son ciertamente urgentes. La pregunta es ¿quién piensa a la ciudad, quien trabaja sistemáticamente por un proyecto que rebase la coyuntura? No conozco que alguien se ocupe de semejantes temas, puedo estar equivocado, pero me temo que los asuntos de fondo o se tocan superficialmente, o quedan siempre condicionados al cálculo que imponen los afanes de llegar al poder municipal. Me atrevo ahora a sugerir algunos asuntos, muchos de los cuales son “políticamente incorrectos”, es decir, de ellos o no se debe hablar, o se debe tratarlos “soto voce”, al disimulo y en puntillas.
El espectáculo como recurso e “ideología” explica el tono del discurso predominante y la forma de hacer política.
Sin que sepamos cómo ni cuándo, surgió, y crece en forma exponencial, la nueva clase: la de los inteligentísimos. Con barniz de sabiduría enciclopédica, o más bien, con una carga de información mal digerida, proveniente de Wikipedia o del rincón del vago, estos curiosos personajes inundan profesiones, espacios y entidades del más diverso pelaje. Saben de todo, dominan desde la astronomía hasta el derecho, hablan con suficiencia, rebaten toda crítica, se adelantan a cualquier razonamiento, y sentencian con tono pontifical.
Alienados por la pequeña política; abrumados por los proyectos de salvación de los miles de candidatos a todo; ahogados por las noticias sobre un país enfermo de corrupción y mediocridad; asombrados por las tragedias que deja el crimen; espeluznados por tanto desafuero; frustrados por la inutilidad de la Ley, por la caducidad del sentido de autoridad, por la tontería de unos y la audacia de otros. Y porque vemos cómo asciende la insignificancia y trepa la desvergüenza. Así vivimos ahora, sin tiempo y sin paz para mirar a otra parte y descubrir que, bajo la superficie putrefacta, aún hay gente que lucha por sobrevivir sin renunciar a sus valores, sin olvidar la integridad, sin abdicar de aquello que alguna vez se llamó honradez, y de ese civismo que se suprimió en las clases y en la vida, para suplantarlo por cargas ideológicas que han envenenado y esclavizado a las sociedades.