José Ortega y Gasset escribió en 1914, aquello de que “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.
Desde que se inauguró la “acción de amparo” se advirtió la tendencia a abusar del derecho y a transformar las más diversas disputas en mecanismos seudo constitucionales sumarios, dirigidos a obtener ventajas, impugnar actos administrativos, anular contratos, afectar resoluciones y sentencias ejecutoriadas, etc.
Los casos de Cuba, Nicaragua y Venezuela plantean un tema de fondo respecto de los límites de la soberanía del Estado; esto es, si es un atributo ilimitado, absoluto, o si es una característica del Estado cuya legitimidad está asociada con el respeto a los derechos de las personas, y condicionada por valores como la democracia, las libertades y los principios que son el fundamento del Derecho Internacional.
La gente obedece por convicción, interés, temor o costumbre. Esos son los factores en torno a los cuales se estructura el sometimiento político, social, religioso o cultural.
Es innegable la necesidad de emprender una reforma laboral viable, pragmática y justa, como respuesta a los problemas generados por la pandemia y sus secuelas. Las soluciones deben considerar, como puntos de partida, la necesidad de asumir la nueva realidad, dinamizar la economía y crear confianza en la comunidad.
Por largo tiempo, Quito fue referente histórico, remembranza colonial, capital del país y centro del poder político.
¿Es posible hablar de estados soberanos en tiempos de globalización económica y de predominio del Derecho Internacional?
Justicia, libertad, honor, propiedad y seguridad, todos ellos encapsulados en los derechos, son valores de la sociedad civilizada que están en manos de los jueces.
Si algo requiere el Ecuador para sobrellevar la crisis, es asumir que el ordenamiento jurídico, desde la Constitución hasta la última ley, deben entenderse con objetividad, interpretarse sin pasiones, y bajo la óptica de la mayor utilidad para la mayor parte de la población. La soberanía no es nacionalismo que cierra fronteras, sino oportunidad para progresar.
Un triunfo a la vez real y simbólico, porque expresa el sentir de la gente, su vocación mayoritaria por la democracia y la tolerancia, por la honradez, por el reencuentro, aunque fuese en medio de las limitaciones de la pandemia. Un triunfo de la vocación por la paz, de la restauración de la confianza, del destierro de los temores acumulados y de las angustias que, entre la política de la revancha y la corrupción, saturan nuestro horizonte desde hace demasiados años.
fcorral@elcomercio.org El poder es el fenómeno más importante de las sociedades y el problema más grave que los individuos debemos enfrentar. Valores como derechos, libertad, justicia, legalidad están condicionados, enfrentados o suprimidos por el poder. La ley misma es una invención para racionalizarlo, volverlo previsible, frenarlo y crearle responsabilidades. El Estado es una estructura de poder que obedece a lógicas constantes, es un sistema sustentado en la obediencia.
Las circunstancias, inevitablemente, nos inducen a la tristeza y propician la agonía de una forma de vivir. La incertidumbre se acentúa en estos días. La pandemia hizo lo suyo: nos cerró las puertas de la casa y los espacios para cultivar la esperanza. Golpeó a la convivencia, arruinó la confianza y llenó de temores a los mínimos actos de la vida. Ir de compras o salir al parque se transformaron en dramas llenos de acechanzas. La escuela se saturó de angustias y los trabajos se convirtieron en destinos inestables.
Empiezo a preguntarme, ¿para qué sirve el Estado? ¿Es una entidad fallida que ha abdicado de sus tareas y está perdiendo sentido? ¿La política, es una actividad que sirve solamente a los intereses de los grupos políticos?¿Vale la pena mantener intocado ese enorme armatoste que legisla, administra, juzga y controla tarde, mal o nunca?
Tema recurrente en la política, la cátedra y el Derecho ha sido el de los valores, esos referentes que guían a las sociedades, producto de la cultura y signo de la civilización. Esos pilares de la ética que racionalizan y ennoblecen la vida y, en el extremo de la retórica, aquello por lo que valdría la pena morir. Se dijo, a su tiempo, que la Constitución de 2008, estaría inspirada en la primacía de los valores. El “neo constitucionalismo” que la inspiró, sería la suma de los principios, el último y más refinado producto de la ética pública y el remedio definitivo a los males de la política. Todo lo demás, se dijo, quedaría como rezago del pasado. Algunos pensaron que con los papeles de Montecristi, había llegado la plenitud de los valores, la panacea de los males y el anuncio de nuevas auroras. Habríamos estado, pues, a punto de inaugurar el reino de la justicia, la equidad y la tolerancia.
¿Por qué debemos obedecer? ¿Dónde radica la legitimidad del poder? ¿Cuál es el límite de la ciudadanía y dónde comienza la servidumbre? Preguntas que surgen si, desde la libertad de conciencia, se piensa en el Estado y se trata de encontrar alguna racionalidad al aparataje político, burocrático y policial en que se ha convertido.
Lo que les importa es la “popularidad” aunque sea forjada. Les importa el aplauso circunstancial, las redes sociales ocupándose de su imagen, la televisión replicando la entrevista. Les importa el halago y el sondeo; les angustia bajar puntos, les interesa la “opinión pública” siempre que haga posible su carrera, y se calle lo que no les conviene escuchar.
La Ley de Apoyo Humanitario es contradictoria e inconstitucional. No será un factor de apoyo. Será un factor de conflicto. A modo de ejemplo, algunos temas laborales en lo que se ha legislado incurriendo en contradicciones y sin comprender la naturaleza y efectos de la fuerza mayor:
Hay quienes conducen mirando el retrovisor y se niegan a asumir las complejidades, limitaciones y baches que presenta la nueva época, porque un mal día del 2020, para el país y para el mundo, terminó la carretera pavimentada y concluyó la mentira estructural con la que vivíamos embelesados. Nos encontramos, de pronto, entre barrancos y cuestas, enfrentados a la verdad, sin recursos, agobiados por las múltiples tragedias que llegaron con la peste, al tiempo que cayeron los precios del petróleo, se rompió el oleoducto, el sistema hospitalario quedó desbordado, el Estado entró en crisis y la podredumbre de la corrupción infectó aún más el ambiente.
Ya es hora de pensar que, frente a la pandemia y a sus efectos sobre las personas, la sociedad, la economía, el Estado y las instituciones, se necesita una ley integral. Hasta aquí, las autoridades, sorprendidas como todos, por la fuerza mayor extraordinaria, han expedido decretos y enviado proyectos a la Asamblea Nacional, han imaginado protocolos y dispuesto medidas emergentes. Todo eso es comprensible, considerando las circunstancias. Su éxito depende de la colaboración de la legislatura, de la actitud disciplinada de la gente y de la firmeza de la autoridad.
Desde el encierro que impone la pandemia, la calle ahora es una realidad extraña, distante, riesgosa. El trabajo se cumple de otro modo. Ha vuelto el silencio que habíamos perdido. La ciudad sin tráfico, el aire sin smog, la cordillera nítida y, otra vez, el cielo azul. Algún pájaro que se aventura en el jardín. En la casa, se vive hacia adentro. La familia, gracias a la tecnología, virtual, cercana y lejana al mismo tiempo. El mundo convertido en un pañuelo de pesares y algunas esperanzas. Y las angustias de todos, compartidas.