Es la primera pregunta que suelen lanzarte en estos días, ya sea por teleconferencia o con el debido distanciamiento pandémico. Depende de quién las financie, suele ser la respuesta más frecuente. Es muy pronto para pronosticar qué pasará en febrero de 2021, cuando no sabemos qué pasará con la salud, el empleo o las investigaciones sobre la corrupción.
Ni cómo le irá a esta economía dependiente del endeudamiento ni qué piensan del manejo económico los que quieren gobernar. Estamos, entonces, en modo ‘veamos qué pasa’, en modo ‘salga pato o gallareta’, es decir, en modo Ecuador. Un país con muy poca institucionalidad y pocas certezas para sus ciudadanos, del sálvese quien pueda, y con una parte de sus élites preocupadas de cómo vota ‘el pueblo’ pero no de cómo votan ellas.
La preocupación por el país suele aparecer solo cuando hay tragedias como la que dejó el remezón de octubre del 2019. Pero el respiro de alivio del 13 de octubre en la noche se volvió somnolencia y, después, olvido. Ahora mismo vemos cómo, tras las promesas de amor que afloraron en los primeros días de pandemia, cada cual volvió a sus asuntos. ¿Más equitativos, más responsables? Claro.
La visión del Estado en Ecuador se confunde invariablemente con la visión del reparto del poder. Hoy pasa exactamente lo mismo frente a las elecciones del próximo año. Ha habido, en ese sentido, pocos estadistas y muchos bomberos, incluso algunos con pasado incendiario. Hay que decir que Rafael Correa tuvo una visión de Estado opuesta a la del reparto del poder, pero pronto la convirtió en su proyecto personalista y de control total.
De hecho, cuando el único cálculo es perpetuarse en el poder o recuperarlo a como dé lugar, muere el estadista. Peor todavía si, para intentar hacerlo, no se apuesta a la capacidad sino a la fidelidad del ungido. ¿Pero qué hay en las otras tiendas políticas? ¿Hay proyectos de Estado? Habrá que hurgar en los planes de gobierno, pero en ninguna tendencia se encuentra, a primera vista, un estadista.
Una vez más, y como casi siempre, no podremos darnos el lujo de esperar que la discusión se dé en torno a visiones de país sino de soluciones de corto plazo y, sobre todo, de ofertas. Así, no hay mucho de qué admirarse de que el voto, además obligatorio, se vuelva un aspecto emocional y de odios y temores, fácilmente manejables desde las redes sociales, casi de apuesta, de salto al vacío.
Pero para quienes será más difícil elegir por quién votar en febrero es para aquellos que, desde su comodidad -desde la ‘izquierda feliz’ de los ochenta- y desde su supuesta solidaridad, adhirieron al proyecto correísta por años y no han tenido más remedio que desengañarse ante la evidencia. Algunos de ellos lo harán por interés, no por esperanza.
Pronto estará liderando las encuestas a quien se considere, otra vez, el mal menor.