Cada vez más, a lo largo del transcurso del tiempo y con pequeñas excepciones, se puede observar cómo se degrada la institucionalidad en los países de América Latina. No es patrimonio de gobiernos de derecha ni de izquierda. Si bien muchos de ellos hacen notorias sus desaveniencias con la legalidad, aun cuando el marco jurídico imperante haya sido diseñado y puesto en práctica por sus propios aliados, el resultado es el mismo: el estado de derecho les resulta incómodo, la Ley es un freno que no están dispuestos a respetar; y, en el momento que ella se contraponga a sus intereses o necesidades, simplemente la atropellan a través de cualquier artilugio que encuentren a mano. Los ejemplos son innumerables y fácilmente identificables. Lo que subyace en esta repetitiva actitud es simplemente la incredulidad en un sistema, cuyo máximo fundamento, el respecto a la Ley, nunca caló en nuestras sociedades. Siempre ha sido vista como la expresión de los poderosos en contra de los desposeídos, cuando en esencia es todo lo contrario: sólo la Ley puede imponer límites a los abusos del poder económico o político. A cuenta de autodefinirse como la encarnación de quién representa a las mayorías, se cometan atropellos que repercuten contra la sociedad.
No hay nada más desestimulante que una autoridad actuando al margen del marco jurídico. La credibilidad se vuelve inexistente y, en el mediano plazo, el bienestar se resiente. Pocos, salvo los amigos que hacen negocios con estos regímenes, se arriesgan a colocar sus capitales en estos países. Así se vuelve imposible generar desarrollo y crear empleo. El círculo perverso se cierra cuando esas personas que no pueden incorporarse a los beneficios de una organización social cohesionada, son el material adecuado para creer en las ofertas mesiánicas que les repiten los generadores de sus propias desgracias.
En América Latina en su gran mayoría se repiten estas prácticas. Resulta aterrador que, muy sueltos de huesos, varias personas proclamen que los modelos a seguir se encuentran presentes en algunos países de la región. Sería conveniente abrir las páginas de sus principales diarios o escuchar las noticias provenientes de esas geografías para saber que los problemas de corrupción, ineficiencia, pobreza e inseguridad son más grandes en la medida que esos países enfrentan mayores desafíos debido a su tamaño y a que la población a atender es más numerosa.
Lo primordial: una verdadera revolución ética en la educación. Sembrar en la conciencia de los niños y jóvenes el respeto a la Ley y a sus conciudadanos. Saber que cuando se atropella una norma se atenta contra sí mismo, aquello repercutirá a la larga en su contra y en el de su entorno inmediato; y, que la suma de todas esas conductas apartadas de la Ley degradará aún más la armonía social. Pero lo más seguro es que, al paso que vamos, este será el resultado.