Otro asesinato más y en territorio donde rige el estado de excepción. El crimen organizado puede dar golpes donde quiera y en el momento que quiera. Los ecuatorianos miramos pávidos esta realidad que no tiene intenciones de cesar. Parece que tampoco sabemos cómo reaccionar ante una nueva y muy grave crisis social en el país.
Las cifras son de espanto. En Guayas la violencia se encuentra focalizada en los cantones Guayaquil, Durán y Samborondón. En esta zona, se registra un promedio de 3,5 muertes violentas por día. No es necesario hacer comparaciones con otros países; tampoco sirve de mucho decir que los asesinatos han disminuido desde que comenzó el estado de emergencia. Una sola muerte es suficiente para desdecir cualquier frío informe numérico, por más alentador que suene. El crimen organizado no tiene reparos en generar zozobra entre la población.
Nada indica que el escenario vaya a cambiar por un buen tiempo: el crimen internacional es más poderoso, hoy por hoy, que los Estados. Urge, de inmediato, una gran cooperación global, e incluso pedir ayuda. Aunque a muchos les cueste admitirlo, hay que reconocer que si la delincuencia no entiende de soberanías, tampoco se puede admitir, bajo una retórica romántica, que todo apoyo extranjero viola el ideal de la independencia y la dignidad de un país. Tal como están las cosas por el narcotráfico, ningún país, y menos el nuestro, es realmente libre. No hay dignidad soberana cuando, internacionalmente, organizaciones al margen de la ley atentan contra el derecho de vivir en paz.
Hasta el momento, la población no ha respondido organizadamente. No se han coordinado, por ejemplo, marchas de blanco contra la crueldad de las mafias organizadas ni contra el Gobierno y el Estado, cuyas políticas no terminan brindando la sensación de seguridad que se requiere para ser libres. Las indignaciones -tal como ocurre hoy- se han expresado a través de las redes sociales. Y en todos se sintetiza una sola exigencia: “¡Ya basta!” Pero todo indica que esta interjección no sirve de mucho: el miedo se puede convertir en un gran paralizador colectivo.