Inicios de mayo 2017: la ciudad ajetreada, en plenos preparativos para la ceremonia de cambio de mando, la primera en una década. O quizá no, ya que la Corte Constitucional abrió una rendija que permitiría al presidente Correa optar por un cuarto período presidencial, de reconsiderar su decisión de no postularse.
Nunca como ahora cabe pensar en espacios deseados y perdidos. En casas derribadas, entre cuyos escombros sus antiguos habitantes, con la mirada perdida, buscan lo que, si encuentran, se halla abollado, despedazado, irreconocible.
Toda sociedad requiere, como condición inherente para la creación y consolidación de una verdadera democracia, la participación positiva e interesada, consciente y responsable, de sus integrantes. Estamos inmersos en sus problemas, en sus necesidades, en sus triunfos y fracasos: somos, como individuos, su núcleo fundamental y el centro gravitante de su actividad. Todo lo que sucede en ella, bueno o malo, beneficioso o perjudicial, nos afecta. La solidaridad -el pensar en los otros, el entregarnos a los demás- no debe limitarse a los momentos de crisis más acuciantes: debe ser la expresión de una actitud permanente. El futuro -el de nuestra sociedad y el nuestro- dependerá de lo que hagamos o dejemos de hacer.
Aura Lucía Mera (O) Visualizo. Hombres, mujeres, jóvenes, niños... En Portoviejo, Manta, Guayaquil, Bahía de Caráquez, Montecristi, Chone, Santa Elena, Calceta, Pedernales, Muisne, Canoa...
Cuando todos creíamos que una de las mayores tragedias que ha sufrido el país por causa del devastador terremoto del 16 de abril por fin nos uniría, ocurrió todo lo contrario. ¿Qué nos une entonces? Algo logró la Guerra del Cenepa de 1995, la Selección de fútbol, pero siempre que gane, porque cuando pierde asoman 14 millones de técnicos para decirle al entrenador que es un ignorante y que debería largarse a su casa.
Henry LLanes y otros ciudadanos, investidos de un derecho que garantiza la Constitución, llevan adelante una campaña de recolección de firmas para promover una reforma a la ley de Seguridad Social y a la ley del Biess.
¿Saldremos o nos hundiremos, de la crisis, económica y política, que se profundiza con el terremoto? Saldremos, si nos montamos en el lomo de una voluntad colectiva que ha dado la cara al caos.
Después del terremoto, la palabra espontánea de la gente describió mejor la realidad y acuñó frases memorables. “¿Y qué puedo hacer? Llorar, y nada más”. La frase desolada de una madre manabita, recogida por un medio internacional, expresaba una dolorosa resignación ante la naturaleza y una cierta familiaridad con la desgracia. En contraste, un indomable padre de familia recortaba una varilla entre los escombros y declaraba ante la cámara de televisión: “Tengo que recuperar algo para empezar la reconstrucción”.
Al conocer la magnitud del desastre que azotó a nuestro país el sábado 16 de abril, el alma ecuatoriana que se consideraba dividida por la prédica consuetudinaria de la confrontación, emergió en toda su simple grandeza. Con una sola voz y una sola actitud, la solidaridad entre los habitantes de esta geografía azotada por las furias telúricas se hizo presente. Detrás quedaron las divergencias políticas, las desigualdades económicas, las concepciones ideológicas. El dolor de las víctimas se sintió en todas partes, nos afectó a todos y, así, renovada por el fuego purificador de la tragedia, emergió la auténtica personalidad del pueblo.
Ecuador ha sido proclive a movimientos telúricos de alta intensidad, lo cual atribuyen los científicos a su ubicación dentro del llamado Cinturón de Fuego del Pacífico.En algunos casos, han ocasionado tremendas consecuencias: muerte y destrucción de poblaciones enteras (en buena parte debido a la precariedad de las viviendas), etc.
Las escenas desgarradores de Manabí, Esmeraldas y otros lugares son realidades crudas que debemos constatar en medio de dolor y la desesperanza. No estábamos preparados para un desastre como el terremoto. El país no ha desarrollado una cultura de prevención y ahora lo está pagando caro. Por ello, luego de expresar la solidaridad a todas las víctimas, debemos reconocer que el Ecuador debe tomar precauciones.
El sino fatal de los terremotos y los desastres naturales es, en el Ecuador, otra crónica de una tragedia anunciada. Mil veces anunciada.
Cualquier mecanismo que se utilice para canalizar los recursos dedicados a la reconstrucción de los daños ocasionados por el terremoto, debe cumplir varios requisitos: Primero, por sobre todas las cosas, los debe manejar en cuentas separadas al Presupuesto, de tal forma que no se confundan con las gestiones ordinarias del Gobierno, ni sirvan para otros propósitos. No hay que contaminar estos recursos con la penuria fiscal. Las cuentas claras desde el inicio.
Una nueva ruta migratoria se ha abierto por el río Napo. Hace poco, 31 personas de distintas nacionalidades (Senegal, Haití, Cuba, Congo) entraban desde el Perú por esa olvidada frontera selvática, pasaban Nuevo Rocafuerte y llegaban a Coca. No eran los primeros pero sí, el grupo más numeroso. Fueron detenidos sin que hubiera motivo para ello: la migración no es delito en este, el país de la ciudadanía universal.
Víctor Hugo, la más grande de las personalidades del romanticismo francés del siglo XIX, pensaba que sobre los seres humanos pesan tres terribles fatalidades, y dedicó a cada una la maestría de su pluma: en “El jorobado de Nuestra señora de París” trató de la fatalidad de los dogmas; en “Los miserables”, de la fatalidad de las leyes, y en “Los trabajadores del mar”, que es una de sus novelas menos conocidas, presentó con todo su rigor la fatalidad de la naturaleza.
“Si se derrumban nuestras casitas/ que no desmaye nuestra moral”. Fue la consigna que Carlos Rubira Infante nos envió en su precioso pasacalle ‘Altivo ambateño’, cuando el terremoto de agosto de 1949. “Vuelve ambateño si estás muy lejos/ tu tierra linda te quiere ver”, el mensaje que acompañó a aquella determinación de no rendirse ante la adversidad. Miles de muertos. Desde luego que lágrimas no faltaron.
El tiempo pasará hasta que se mitigue el dolor familiar y nacional por los caídos en una lucha desigual contra el feroz embate de la naturaleza. En muchos ciudadanos y sus familias tardará en desaparecer el temor por la repetición de un suceso de esa magnitud. Son secuelas que no pueden desaparecer de la mente del ser humano: hechos del pasado inmediato, vivencias de un doloroso presente y temores postraumáticos por un futuro impredecible.
La capital tuvo la fortuna de que el terremoto del sábado apenas fuera un rasguño. Eso permitió que el Municipio de Quito volcara toda su capacidad para ayudar a los cantones de la Costa. Y fue una reacción pasmosa, que contradice la fama paquidérmica de la burocracia: en la misma noche del devastador terremoto, las autoridades quiteñas ya habían publicado una evaluación del estado de su ciudad (para tranquilizar a los vecinos), ya se habían contactado con los colegas alcaldes de Manabí y ya habían definido el plan de socorro. La madrugada del domingo estaba activa la recolección de donaciones.
El dolor de mi país. El dolor de vidas quebradas, de niños que murieron abrazados, de padres desolados, de ilusiones rotas, de ruinas que se llevaron consigo el sentido del hogar, la paz y la sonrisa. Es el dolor que veo en las ciudades y pueblos arrasados, en el gesto de la anciana, en el desconcierto del joven, en las lágrimas del hijo. Es el dolor que nos embarga y compromete, que censura la indolencia y que nos avergüenza y nos señala.
Una tragedia puede ser una catástrofe natural, como un terremoto, un tsunami, una erupción volcánica, inundaciones, incendios, sequías, etc. Para una familia, una muerte trágica de un ser querido, un naufragio, un atentado terrorista que deja numerosas víctimas, etc.