La ciudad

Quito es una obsesión. Las ciudades son la obsesión por lo cotidiano. Allí se hace la vida y se cumple la muerte. El entorno urbano perfila a la gente, diseña la índole de sus habitantes y crea eso que definimos como "cultura". Ciudadanía viene de ciudad; la civilización es hija de la "civitas"; civismo tiene remoto parentesco etimológico con la urbe, y urbanidad... también. La democracia nació en el foro. El teatro es producto de la inclinación del hombre a vivir junto a sus semejantes. Así, pues, estas portentosas aglomeraciones son mucho más que geografía, bastante más que multitud.

Pero la sociedad de masas transformó a esos espacios de ciudadanía en tugurios, donde, trampeando toda tradición civilizada, nos sumimos en la anticultura de la aglomeración. El crecimiento urbano devoró campos, arruinó paisajes y produjo un ser agresivo, encerrado en apartamentos, perdido todo sentido de vecindad. Y la ciudad se hizo sinónimo de contaminación y estrépito. Había que huir de ella. Irse a dormir en esa simulación de lo bucólico que son los barrios suburbanos de las clases acomodadas. Entonces, empezaron morir los centros coloniales, convertidos en enormes mercados callejeros.

Quito vivió ese drama, y en días de desaliento, empecé a convencerme de que no tenía salvación. Pero no, contra todo pronóstico, la ciudad sobrevive, con enormes dificultades, y pese a la multitud que la agobia todavía. Hace poco pude ver otra vez la ruta señorial donde se alinean el barroco jesuítico, el atrio de la Catedral, las casas republicanas, las caras de piedra de los edificios tallados en los tiempos iniciales. Vi la Plaza Grande iluminada y adiviné la memoria de la República, que alude a aquellos días en que el honor imponía la certeza de morir por ella. Vi los portales, porque si algo es de Quito son esos espacios con vida, con sombra amable en las horas de canícula, con limpiabotas que no han renunciado al viejo oficio que ejercen, entre charla y chismes, haciendo guiños de picardía hacia la mole de Carondelet.

Han sobrevivido la ciudad, como raíz, y la Compañía como testimonio del portento artístico de los mestizos; San Francisco, tras el enroque del atrio; los conventos con su entrañable presencia medieval, y en todos esos sitios, los recuerdos de héroes y de dramas. Han sobrevivido algunos zaguanes, profundos, frescos, que siguen anunciando el patio con geranios y la pila, y cerrando la intimidad de la casa, acotando la vida para sus dueños. Están aún los aleros y los balcones, esos asomos discretos a la calle, desde la altura de las salas coloniales. Mientras caía la tarde, pensé que era posible tener ciudad, en tanto un sesgo de luz hacía de una esquina colonial portentosa y viva pintura, con su balcón ventrudo y su puerta entornada.

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