Chopin era cubano. Se lo escuché a Paquito D’Rivera en un extraordinario concierto de jazz latino que acababa de dar en el Café Central de Madrid. El pianista, arreglista y compositor Pepe Rivero había transformado los valses y nocturnos del polaco en boleros caribeños y sonaban espléndidamente. Ahí estaban la esencia de Chopin y la cadencia melosa del bolero. No había traición, sino traducción. Tradujo la lengua musical del gran romántico europeo al idioma melódico de los cubanos.
En la primera mitad del siglo XIX, un joven músico se refugiaría en el seno de un pequeño círculo de estetas sensibles. Su nombre era Frédéric Chopin, el genio del piano.