Antes, el carnaval era ocasional licencia para la diversión. Era el raro permiso para la fiesta, el espacio sin reglas, el momentáneo recreo de una sociedad sometida a reglas casi monásticas, a sermones que anunciaban el infierno, a curas que perdonaban, a beatas que cuchicheaban en la penumbra de las iglesias. El Carnaval era la vacación del diablo en esa vida de genuflexiones, rosarios y novenas. Hoy, es cosa distinta.
En nuestro tiempo, el Carnaval es un feriado más, de los tantos, para ir a la playa, dorarse al sol y retornar con aspecto de vacacionista de película. Es un evento turístico con aires de folclor comercial, con tonos de baile, efluvios de alcohol y pujos de exotismo. O es, más simplemente, otro feriado que se llenará con alguna excursión al centro comercial, programas de televisión o con la pereza propia del oficinista con asueto. En todo caso, es un espacio en que los rigores y los horarios se aflojan y los compromisos se postergan. Es un tiempo para estarse a la bartola.
Sin embargo, queda por allí la costumbre, muy vieja ya, de jugar con agua, lanzar globitos al desprevenido y mojar a la vecina. Prospera todavía la licencia para, sin derecho a protesta, meterle en el tanque a alguna víctima, polvearle con harina y soltarle transformada en momentáneo payaso. El Carnaval, como el tiempo de Inocentes y de máscaras, es permiso para la burla, autorización para romper las reglas.
Probablemente por esa convicción social de que estamos en recreo, de que hay derecho a la licencia, han sido infructuosos los esfuerzos para erradicar el carnaval con agua. Pese a las prohibiciones, cada año, los carnavaleros que aún sobreviven se arriesgan a mojar a diestra y siniestra, a lanzar globitos que estallan como irreverencias frente al poder de prohibir, a alterar el rigor de una casa con el alboroto de una diversión desmesurada. Aún hay quienes se atreven con el arma del talco y la botella de puntas. Pero donde queda la autenticidad de una fiesta de raíces discutibles es en el campo.
Ahora mismo, estarán por allí, en la ceja de la loma o en la profundidad de la quebrada, desfilando los carnavaleros empolvados hasta el alma, con guitarra, tambor y entusiasmo anochecido, anunciando la llegada del taita Carnaval, entonando una copla, brindado su puro, “llegando” como dicen, a entregar y recibir los “camaris” y a suscitar el agasajo en la puerta de la casa, en el patio de la hacienda, en la plaza del pueblo.
Guaranda y otras ciudades de los Andes han conservado ese aire de fiesta intensa, esa tradición de cordialidad, esa fuerza de bailes y coplas, de agua y comilonas que nivela a la gente en la urgencia de divertirse, mojarse y empolvarse en vísperas de los rigores de la cuaresma. Ese Carnaval es evidencia de creencias y afanes de una sociedad que es aún según lo mandan las tradiciones.