Los libros son también botellas dejadas en el mar con un mensaje adentro. Lo son para el autor que los escribe y los libera como a un pájaro, sin saber luego adónde irán. El milagro de todo libro se renueva así con cada lector que lo descifra. Por eso Ovidio empezó sus Tristezas con el famoso lamento: “Pequeño libro: irás a Roma adonde no puede ir tu autor, pobre de mí. Ve sin pompa, como solo puede hacerlo un hijo del exilio: con el traje de estos tiempos ruines…”.
Ovidio, no sobra decirlo, es uno de los precursores de ese género literario por excelencia, el destierro. Y desde allá, desde un puerto a la orilla del mar Negro, escribía sus elegías, maldiciendo estar lejos pero con un solo consuelo: que sus palabras sí podían llegar adonde él no, que sus libros eran botellas en el agua. “Envidio mi voz…”, escribió una vez Ortega y Gasset en un mensaje radial transmitido desde Madrid a Buenos Aires: la envidio porque está allá, con ustedes.
Los libros son botellas dejadas en el mar con un mensaje, porque su fuego va flotando hasta que alguna isla se le cruza. Y no solo lo son para sus autores, sino para sus lectores: para quienes los acogen y los atesoran y les dan vida, o no, y luego los dejan ir con sus marcas y sus huellas. Cada libro de papel que puebla el mundo es la historia que contiene, más la de todos sus dueños en el tiempo. Cada libro, de alguna manera, es el Retrato de Dorian Gray de sus lectores.
Una vez, en una librería de viejo en Bogotá -todas las del mundo son el paraíso de este fetichismo nostálgico y revelador-, compré un libro del siglo XIX cuyo solo título ya era una promesa: Biblioteca de las maravillas, 1873. Era el tomo sobre el grabado en madera, y al abrirlo había una inscripción y una firma, con tinta sepia: “Pertenece a Manuel Bueno”. Lo mejor es que abajo, muchos años después, se nota, otra mano irónica puso: “Ya no”, y firmó. Lo compré para seguir la tradición. Hay uno, un tomo de la Historia de la Revolución Francesa de Thiers, que tiene una especie de autorretrato suyo con boina. Y en la esquina de alguna página se lee su docta opinión de poeta: “Ah pendejos”.
Antes había la hermosa tradición de los exlibris: los sellos que daban fe de la procedencia de un libro, su domicilio. Como la medalla que llevan los perros perdidos para recordar a su dueño. El mío favorito es el de Greta Garbo: es ella misma mirando hacia arriba, con sus ojos cerrados de enormes pestañas, en una versión perfecta de la ilustración de Einar Nerman. O el exlibris de Lewis Carroll: un lector escéptico, casi dormido, con un libro en la mano, y al lado un búho, más escéptico aún.
Números telefónicos, sumas, cuentas pendientes, amores, insectos, periódicos, billetes, loterías, flores secas: los libros son cofres por entre los que se va la vida, y se salva. Por eso son tan importantes las dedicatorias, porque los libros no son solo de quienes los escriben, sino también, y sobre todo, de quienes los leen. Que quede el rastro de esa antorcha que va pasando de mano en mano.
La mejor dedicatoria que conozco -puede ser la mejor de la historia- se la escribió un amigo mío a una gran amiga suya, de la alta sociedad. Fue en un libro de García Márquez, Memoria de mis putas tristes. “Para ti, que nunca fuiste triste”, le puso. A todos, feliz Navidad.