Este reciente domingo se cumplieron 200 años –el bicentenario, por tanto– de uno de los episodios fundamentales en el borrascoso proceso de nuestra independencia política, si no es que el principal de ellos, sobre todo desde el punto de vista del Estado de Derecho.
Es decir, de la tesis según la cual la soberanía radica en el pueblo y la ciudadanía tiene la facultad de ejercer elecciones limpias. Los documentos del Archivo de Indias, de Sevilla, prueban que durante el segundo semestre del 1811, hubo un lapso cuando la nueva Junta de Gobierno, la inspirada por Carlos Montúfar, logró ciertos éxitos militares y planteó ya la pregunta clave: “si debían las provincias reunidas y constituyentes seguir obedeciendo a los maltrechos organismos peninsulares, o si por el contrario debía entenderse ahora y para lo sucesivo resumido el ejercicio de la soberanía de este Distrito, expidiendo bajo este principio, con toda franqueza y libertad, todas las órdenes y providencias relativas a la administración pública”.
Dicho con otras palabras: la emancipación plena o la emancipación medio oculta con timideces y disimulos. El punto del que ya no se podía regresar. La encrucijada decisiva, sin duda alguna.
La secuencia de los pasos siguientes vendría con trayectoria inevitable. El Congreso se transformaba en Constituyente y asumía la compleja tarea de discutir, redactar y aprobar una auténtica Constitución, ley suprema para el nuevo Estado que surgía entre sacrificios, violencia y desafíos dentro de una provincia que había formado parte del Imperio colonial de los españoles en América.
Julio Tobar Donoso precisa que fueron tres los proyectos que se presentaron para el estudio de los asambleístas: uno fue el del doctor Calixto Miranda; otro del doctor Manuel Guizado, quien había nacido en Lima, y el tercero del doctor Miguel Antonio Rodríguez, profesor de Teología en la Universidad quiteña de Santo Tomás de Aquino. Entre los tres documentos, prevaleció“por su carácter eminentemente jurídico y su estructura completa”, el de Rodríguez.
El 15 de febrero de 1812 ya se expidió“el Pacto solemne de sociedad y unión entre las provincias que forman el Estado de Quito, documento admirable, revelador de profundos conocimientos en los órdenes jurídico y político, y en el que las doctrinas de la soberanía popular aparecen corregidas y rectificadas por el genio cristiano. En mérito de dicha Carta, el Clero ecuatoriano merece el calificativo de primer organizador de la forma constitucional en la Presidencia de Quito. Corto, prudente, mesurado, el Pacto evidencia que Rodríguez había madurado sus ideas políticas durante largo tiempo. Se ha censurado la austeridad de su carácter republicano… pero esto mismo patentiza la pureza de alma de la Iglesia quitense, que quería alzar el pueblo hasta un sistema digno de las tradiciones nacionales”, puntualiza el mismo Tobar Donoso.