La mañana del 11 de septiembre de 2001 será imborrable para la historia de los Estados Unidos y el terrible ataque terrorista probablemente cambió el papel de la gran potencia a nivel mundial.
Desde la Segunda Guerra, cuando el ataque a la base naval de Pearl Harbor, ningún hecho había dado un giro tan importante para la estrategia militar de EE.UU. Aquel día en las gigantes pantallas de Time Square, uno de los sitios más concurridos de Nueva York, muchas personas miraban lo que parecía una audaz película de ciencia ficción. Pero se trataba de escenas en vivo transmitidas desde pocas cuadras al sur. El gigantesco edificio del World Trade Center había sufrido los embates de dos aviones que se convirtieron en armas mortales. La misma escena se veía igual en Quito como en alguna secreta cueva donde se ocultaban los presuntos autores del acto criminal, lejos, en Oriente Próximo.
Hoy, tras la muerte de Bin Laden en mayo, todavía se formulan distintas hipótesis sobre la identidad de las mentes perversas que planearon los múltiples atentados.
Tras el 11–S , las extremas medidas de seguridad se multiplicaron y los terroristas dejaron su secuela de sangre en España, Reino Unido, Paquistán y la India. Además, muchos intentos de atentados fueron detectados a tiempo.
Las posteriores incursiones militares en Iraq y Afganistán duplicaron el número de norteamericanos muertos a los de aquellos inmolados el 11-S.
El mapa geopolítico se modificó y la influencia de EE.UU. ya no es la misma. La secuela tuvo su impacto en la crisis económica.
Hoy, bajo una nueva amenaza que de suyo causa terror, EE.UU. recuerda a las víctimas cuyos nombres quedaron grabados en bronce al sur de la isla de Manhattan.