En la Fundación Laura Vicuña, en Quito, hay 31 mujeres, entre 5 y 17 años. A ese centro llegan tras episodios de violencia. Foto: Paúl Rivas/ EL COMERCIO.
Siete años. Ese fue el tiempo que Ana soportó la ‘pesadilla’. El fin de las agresiones fue casual. Ella enfermó y en el hospital le anunciaron la noticia a su madre: la adolescente tenía un embarazo de 23 semanas.
Solo después de ese episodio la menor de 14 años se atrevió a revelar los abusos que había sufrido en casa. No pudo hacerlo antes. Su padrastro la amenazó con matarla si lo delataba.
El ataque a Gabriela no pasó desapercibido tanto tiempo como el de Ana. Pese a sus cortos 6 años, ella alertó enseguida a su madre lo que ocurrió una noche en la habitación de su hermano. Ahora, él paga una condena en un centro carcelario del país. Ella, en cambio, pasó seis años en una casa hogar en las afueras de Quito. Este mes abandonó ese lugar. Allí dejó su infancia. Hoy, con 12 años, ya sabe técnicas de autoprotección y cómo evitar los abusos.
Acoso, caricias poco transparentes, agresiones… los menores están expuestos a diario a diferentes tipos de ataques sexuales. Solo en el primer semestre del 2015 hubo 1 951 denuncias por estos hechos en Ecuador. En otras palabras, cada día al menos 10 niños y adolescentes padecen abusos.
Ivonne Valarezo trabaja 10 años en la Fundación Laura Vicuña, en Quito, un hogar que acoge a mujeres de 5 a 17 años que sufrieron maltrato. En ese centro todos supieron lo que pasó con Pamela, la niña de tres años que hace 15 días apareció muerta en un armario tras ser agredida por un vecino.
Cuatro días después de este caso que alarmó al barrio quiteño de Puengasí, Dilady, otra menor abusada, fue hallada sin vida en el interior de un saco de yute, en Guayaquil. Familiares directos están detenidos por este ataque.
El 98% de las agresiones sexuales se da en el entorno familiar. Lo dice la Fiscalía.
En la Fundación Laura Vicuña corroboran esos datos. En esa casa de protección hay 31 niñas.El 95% de menores que pasa por ahí es porque padres, hermanos u otros parientes abusaron de ellas. El 5% es por violencia psicológica y física. Las pequeñas llegan retraídas, con heridas en la zona genital o con infecciones.
El miércoles, un grupo de tutoras inspeccionaba que las menores terminaran sus tareas. No hay golpes ni gritos. Y tampoco se habla de los abusos. Allí pasan hasta un año internadas. La Ley no permite más tiempo. Van a escuelas cercanas y luego regresan al centro, como si de una nueva familia se tratara.
La Dinapen de Pichincha, especializada en investigar el abuso infantil, envía a los chicos a estas casas de protección. Lo hacen sobre todo cuando no hay garantías de que no haya más violencia intrafamiliar. En Quito operan siete centros que acogen a niños y adolescentes maltratados.
Pero las agresiones también se dan fuera del hogar. Investigadores de la Dinapen revelan que en junio capturaron en Quito a un hombre que atacó a Danny, una niña de 10 años.
Ella caminaba; él iba en su auto. Se detuvo. Le preguntó si conocía una calle y luego se ofreció llevarla a su casa. La menor aceptó y así inició un violento recorrido por calles de la ciudad que terminó con el abuso sexual.
El relato de la víctima, que incluyó detalles de los sectores que recorrieron y rasgos del sospechoso, permitió la captura.
Al agresor de Lucía también lo detuvieron. Ella se salvó de la muerte, pero las secuelas del ataque siguen intactas seis meses después. Una noche de abril, la madre encontró a la pequeña de 11 años inconsciente, sobre su cama. El desconocido no solo la ultrajó, también la golpeó hasta fracturarle la nariz y la cabeza.
Los investigadores de la Dinapen escuchan a diario casos “espeluznantes”. El teniente Luis Cáceres revela que, en los últimos 10 meses, la Unidad recibió 300 casos de violencia contra niños y adolescentes. De ellos, el 90% fue sexual.
El perfil de los sospechosos siempre es el mismo: hombres con alteración en la psique y que saben ocultar sus intenciones. Tienen un hogar, con mujer e hijos, como en el caso del detenido que abusó de Danny. O aquellos hombres que fueron abusados en la infancia y repiten, en la adultez, ese comportamiento violento. Lo hacen, según Cáceres, porque lo ven como una conducta normal.