Aire acondicionado

Comentando el partido jugado en Barranquilla, Diario El Tiempo de Bogotá decía que ‘Argentina no se achicharró por el calor. Al contrario. Corrió y dominó guiada por Messi, que se paseó con aire acondicionado incorporado’.

Ese insólito piropo caribeño me ha recordado una historia: en La Cueva, famoso bar frecuentado en su juventud por García Márquez y su gallada, almorzábamos un grupo de periodistas extranjeros con nuestros amables anfitriones, entre ellos la directora regional de Turismo, quien me preguntó cómo nos había parecido Barranquilla. Respondí que todo estaba muy lindo, la gente, el museo, la comida, etc.. Lo único que no me gustaba era el clima. ‘¿No le gusta el calor?’, preguntó. ‘Me encanta. Pero nos estamos muriendo de frío’. En efecto, el aire acondicionado era tan fuerte que una escocesa y una francesa tiritaban en sus ropitas tropicales.

En mi infancia mantense no había aire acondicionado. Nos bastaba con la brisa marina. El conflicto empezó cuando trabajaba en un almacén de Miami y la tercera vez que pasaba del calor húmedo de la calle a la refrigeradora empezaba la congestión nasal.

Poco después, el aire acondicionado de la élite empezó a generalizarse en viviendas y restaurantes, en vehículos y oficinas de América Latina. Del mismo modo como iban subiendo el volumen de la música a decibeles intolerables, subían el control del frío. Una guapa vendedora manabita, cuando visitaba a sus clientes ‘high’ de Guayaquil, les vacilaba: ‘Oigan, ¿tanto envidian a los serranos que les copian hasta el frío? Aquí hace más frío que en Quito’. Tal como en Barranquilla, donde hacía más frío que en las Highlands escocesas.

Nuestra especie es la única que ha podido adaptarse a los más diversos climas. De la fogata en la cueva a la calefacción central y la refrigeración hemos avanzado mucho, pero se nos va la mano. Cada vez queremos más: más volumen, más frío ambiental, más golosinas. Cierta ocasión, en un vuelo nocturno de Varig hacía tanto frío que reclamamos literalmente airados. Nos dijeron que era imposible bajarlo pues estaba programado en Río de Janeiro.

Que caribeños, cariocas y costeños se aloquen con el frío, pase. Pero el asunto llegó al colmo cuando los cines quiteños empezaron a poner aire acondicionado. Como si no bastara con soportar a la gente que devora manotadas de canguil y gaseosas sin dejar de conversar, ahora hay que congelarse durante un par de horas en medio de ese páramo artificial.

Para adaptarme a las nuevas condiciones climatológicas, cuando ando en ciudades calientes llevo todo el tiempo en el bolso un saco delgado de lana que me pongo antes de entrar a edificios y buses refrigerados. Para el cine encontré una solución aún mejor: quedarme en casa mirando la película en video. Que se congelen los giles.

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