Era 1967, el mundo estaba conmocionado por los miles de fallecidos que dejó la Guerra de los Seis Días; Ernesto ‘Che’ Guevara moría en la selva boliviana; Otto Arosemana Gómez gobernaba el país; y en un pozo en Lago Agrio empezaba la explotación petrolera. Ese fue el año en el que un joven Agustín Cueva sacó a la luz ‘Entre la ira y la esperanza’, su primer libro.
¿Escribo sobre el Yasuní o sobre Agustín Cueva? No, no tengo nada que añadir a la millonaria campaña que desplegó el Gobierno durante seis años para convencernos que ese maravilloso parque con toda su fauna y su flora debía ser preservado, y que los pueblos no contactados que allí habitan deben ser respetados. Digamos que soy uno de los numerosísimos compatriotas que no podemos cambiar de posición de un momento a otro como si se tratara del Kamasutra y que miramos con asombro, por decir lo menos, a las personas que de la noche a la mañana descubren que para salir del extractivismo se necesita más y más extractivismo, aunque marchen indios y pajaritos.