Jorge Kalil (izq.) lideró la intervención en la U. Estatal de Guayaquil. Foto: Archivo / EL COMERCIO
Entrar a la biblioteca de la Universidad Técnica Luis Vargas Torres, de Esmeraldas, era un reto. Uriel Castillo la recuerda como “una cueva de murciélagos”, debido al abandono.
Esa es una de las anécdotas de sus primeros días como presidente de la Comisión Interventora y de Fortalecimiento Institucional (CIFI), en ese centro de estudios. “El informe era terrible. Incluso existían grupos armados”, apunta. Él tenía resguardo policial.
Desde el 2013, el Consejo de Educación Superior (CES) reactivó la ya existente figura de la intervención. La aplicó en seis universidades públicas para resolver irregularidades.
Títulos falsos, corrupción, cobros ilegales a estudiantes y hasta asesinatos fueron algunos motivos. En la Ley Orgánica de Educación Superior se enumeran las causales: anomalías académicas, administrativas, financieras o violencia.
El modelo levantó críticas. Para algunos es una amenaza a la autonomía; para otros fue una cirugía necesaria. La LOES dice que es una “medida de carácter cautelar y temporal”.
Para Enrique Santos, expresidente del CES, el modelo tuvo un éxito relativo. Pero dos o tres años no son suficientes. Al menos se superaron las causas para una intervención.
El secretario de Educación Superior, Augusto Barrera, se une a las críticas a la intervención, que es parte del paquete de reformas a la LOES, que piden tramite ya la Asamblea. El enfoque que se plantea, dice, es duro con aquellos malos funcionarios, pero protegiendo el derecho de los alumnos. El sistema de ahora es al revés.
Santos, quien se mantiene como vocal del CES, hace un chequeo rápido de resultados. En la Universidad del Sur de Manabí (Unesum), la primera intervenida, se superó un problema penal: la investigación de un asesinato que involucraba a una autoridad.
En la Luis Vargas Torres -dice- se avanzó menos, aunque “se eliminó” la violencia. La de Cotopaxi superó la categoría D. La Laica Eloy Alfaro de Manabí (Uleam) también renovó a sus autoridades, pues las anteriores no cumplían el requisito de tener publicaciones científicas. En la U. Nacional de Loja, el proceso continúa.
Y de la más grande en número de estudiantes, la U. de Guayaquil, rescata la elección de nuevas autoridades y el cambio en la gestión. Minimiza las denuncias de sobreprecios y excesivo personal para la CIFI.
Camilo Morán cuestiona lo ocurrido y compara la fase de intervención con la llegada de los ‘jinetes del Apocalipsis’.
El profesor integra una comisión anticorrupción que investiga la supuesta contratación de más de 600 empleados, el aumento de puntos en concursos para elegir docentes y obras con fallas y sobreprecios. Morán dice que en la ‘U’ no se investiga, pero según el informe de cierre de intervención pasaron de 0 a 483 artículos científicos publicados. Y que no es visible la inversión de USD 34,8 millones en infraestructura que notificaron.
La Contraloría General del Estado hizo un examen especial a las CIFI del 2012 al 2016. El análisis apunta a las contrataciones, actividades, sueldos e ingresos de sus integrantes, que suman USD 3,2 millones.
A más del presidente, la comisión podía tener hasta cuatro interventores por áreas, según el caso: de investigación, jurídico, académico y administrativo, con un asesor directo.
Sus sueldos iban de USD 3 700 y 6 000, en la escala salarial del Ministerio de Trabajo.
En recomendaciones planteó que los asesores den informes trimestrales y finales, que los miembros de comisiones ocasionales lo hagan periódicamente; y que haya especialistas en Talento Humano para evaluación y selección.
El CES no confirmó el número de asesores contratados por los interventores. “Las recomendaciones de Contraloría están siendo implementadas”.
Jorge Kalil lideró dos de los tres años que duró la intervención de la U. de Guayaquil. Su nombre fue propuesto por miembros del CES de la época, como ocurría con las CIFI.
“Llegamos en el momento oportuno -dice ante las críticas-. No se respetaba la gratuidad, se tercerizaba la oferta de posgrados, la plata iba a cuentas de las autoridades, cada facultad se manejaba como un feudo y había una corrupción sin límite en el asentamiento de notas y asistencias”.
Aclara que el presidente interventor no tenía máximos poderes. No aprobó contratos para obras ni adquisiciones, era potestad del rector.
Castillo, presidente de primera etapa de la CIFI en la Universidad de Esmeraldas, confiesa que renunció porque no aprobaron un mayor presupuesto para mejorar el ambiente académico.
El reglamento de Creación, Intervención y Suspensión de Universidades y Politécnicas, del 2012, traza el perfil del presidente de la CIFI como un académico, con iguales requisitos que el rector -entre ellos un PhD-, que en esa fase da el visto bueno a resoluciones, celebración de contratos, designaciones y remociones propuestas por el consejo universitario.