Arriba, policías alemanes fuera del C.C. Olympia (un ‘no lugar’), de Múnich. Izquierda, una ‘selfie’ del conductor del camión de Niza. Foto: Andreas Gebert / EFE
Tal como con el hambre en una macabra postal de África, parecía que la violencia terrorista solo era visible, desde Occidente, de lejos y entre las arenas de Oriente. Tan equivocados estuvimos que los recientes atentados en Bruselas, Niza, Orlando, Baviera se han encargado de confirmarnos algo que se hizo evidente y cada vez más cercano desde el 11-S: que esta violencia opera con igual eficacia sin distinguir hemisferios y en los modos menos esperados. Hoy tenemos certeza, la constatamos. “Es personaje posible que surge cualquier momento y que quiebra la vida con injustificable crueldad”, escribió recientemente Fabián Corral.
El 22 de julio, la Policía alemana hablaba de “alta alerta terrorista en Múnich”. A ese tiroteo le precedió una agresión en un tren y le siguieron -en el mismo sur de Alemania- un ataque con machete y un hombre-bomba; todo, apenas una semana después de que un camión embistiera a decenas de personas en Niza. Por si fuera poco, el mayor atentado en Kabul sumó destrozos y muerte: 80 victimados por el Estado Islámico. Así, los episodios violentos siguen haciendo crónica en lo que ya se ha llamado el “verano de la ansiedad”.
Para el académico Walter Laqueur, de terrorismo nunca se encontrará una definición que lo abarque todo, pues han existido muchos tipos, que han diferido en el tiempo y el espacio, en motivación, manifestaciones y goles. Ahora, la inventiva del terrorista contemporáneo es tan grande y diversa como el daño que ocasiona.
En medio del desarrollo y el progreso, como lo entiende Occidente, los argumentos del terrorismo son de un regresionismo hacia lo primitivo, con su violencia directa y física. Pareciera deber más a esa agresividad antigua de la espada y la daga, evolucionada en la pólvora y la bomba, que al control remoto como tecnología bélica. Incluso los aviones impactando las Torres Gemelas remiten a un mecanismo directo e inesperado por lo poco sofisticado. Por otra parte, el pasado del terrorismo respondió a conflictos entre lealtades divididas; para el anarquismo se trataba, sobre todo, de magnicidios, con figuras públicas como víctimas. Hoy, el terrorismo indiscriminado es la norma: pocos prominentes y muchos inocentes son asesinados, recen al dios que recen.
La mayoría de ataques sucede en ‘no lugares’, esos que Marc Augé definió circunstanciales, de tránsito, de comercio, que no marcan ni identidad ni relación ni historia, donde los individuos pasan, espectadores de un espectáculo que no les importa. Un ‘no lugar’ es un aeropuerto, un supermercado, una discoteca, un bus. El aeropuerto Atatürk, de Estambul; el centro comercial Olympia, de Munich; el Bataclan en París o el Pulse en Orlando; los aviones del 9/11, los trenes de Madrid y Londres, el Metro de Bruselas.
A pesar de ser ‘no lugares’, la ubicación territorial y las fechas de ciertos atentados permiten una identificación y un impacto simbólico. Los ataques en Francia lo evidencian: sea en el corazón de la capital francesa, sea en la redacción de un semanario satírico, sea en el día de su fiesta nacional, el objetivo es desacreditar la ‘liberté, égalité et fraternité’, ese espacio basado en ideas de liberalismo, laicismo, tolerancia.
Ese impacto también potencia el bombazo psicológico del terrorismo, la desestabilización de sistemas y la propagación del miedo, que -finalmente- desmoralizan al civil y generan tensiones internas. Las redes sociales internacionalizan tal efecto, son otra arma -esta sí acorde al desarrollo tecnológico y comunicacional- para los fines del terrorismo.
Fotos y tétricos videos, por un lado; ‘hashtags’ e hiperinformación, por el otro. La publicidad y la propaganda que vienen de los medios de comunicación y la red son importantes para el terrorista contemporáneo. Por ahí gana atención, proclama su causa, avergüenza a su ‘enemigo’, demuestra poder y credibilidad. Tal accionar, dentro de una civilización del espectáculo, es paralelo al ansia de celebridad: ya no solo es la gloria en nombre de Alá, por ejemplo, sino la fama frente al ojo público. Quizá ese culto al ego explique por qué Mohamed Lahoaiej Bouhle se tomó ‘selfies’ dentro del camión rentado que condujo contra la multitud.
La sobreexposición que consiguen los retratos de los atacantes en medios y redes reproduce su oprobioso reconocimiento; pronto se conocen sus pasados, comportamientos, actitudes e intimidades.
Tras el atentado y su muerte, su perfil consigue y ostenta más vistas que una página de facebook. Frente a ello, algunos grupos comunicacionales se han cuestionado si deben publicarse las fotografías de los autores de atentados que buscan notoriedad. Le Monde ha renunciado a ello para no contribuir a la glorificación de los yihadistas; tampoco le siguen el juego a la propaganda de reivindicación de ISIS.
La celebridad que tal difusión otorga a los perpetradores obliga a pensar, justamente, ¿quién protagoniza el terrorismo? Se trata de movimientos extremistas con espíritu etnonacionalista, armados e inmersos en una yihad, ISIS, Al Qaeda, Boko Haram. O es el lobo solitario: el adolescente afgano que, con hacha y puñal, ataca a los turistas en un tren de Baviera, o el estadounidense que dispara en el bar Glbti que frecuentaba, o el conductor de Niza, musulmán que no acudía a la mezquita y golpeaba a su mujer. ¿Un choque de civilizaciones o de individuos radicalizados? La línea entre el terrorismo ideológico y la violencia operada desde la ira y la inestabilidad es difusa.
En general, el fenómeno terrorista se ha concebido como criminalidad grupal, con milicias de estructura jerárquica; sin embargo, ahora, aparecen ‘terroristas individuales’, en parte por una operación descentralizada, donde los actores se inscriben a una ideología sin militar en una formación. Estos sujetos, que se radicalizan y actúan violentamente, no pueden considerarse misántropos trastornados, sino que de modo informal o virtual se vinculan con organizaciones o -ciertamente- responden a un contexto social marcado por la no aceptación de diferencias, la globalización, el fanatismo, los populistas juegos del poder.
“Si cada individuo se activa en un agente autónomo, algunos tomarán iniciativas desagradables y actuarán sus fantasías en tiempo real, pero todavía sienten necesidad de una identidad de anclaje”, dijo François Heisbourg, presidente del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos.
Con individuos en lugar de ejercitos, también se difunde la idea de que el terrorismo solo se refiere a eventos únicos y a gran escala. Ya no se necesitan grandes recursos para atemorizar; explosiones, tiroteos aislados, ejecuciones, actos reproducidos por la hiperconexión, son suficientes.