Vladimir Putin, presidente de Rusia, mirando el mundial, evento del año 2018. Foto: AFP
Los expertos en pronósticos ya saben quién será el ganador del Mundial. ¿Alemania? ¿Brasil? ¿España? ¿Por fin la Argentina de Lionel Messi? No: el gran ganador será Vladimir Putin, el presidente de Rusia que ha orquestado todo para ser el dueño de la pelota.
La prensa internacional no deja de admirarse al constatar que Putin es la verdadera ‘vedette’ de la competición. El rostro del Presidente es la imagen del torneo en Rusia, que gobierna ininterrumpidamente desde el 2008, aunque su influencia existe desde 1999, cuando fue presidente interino en reemplazo de un Boris Yeltsin en plena decadencia por sus excesos con el alcohol, pero sobre todo porque era investigado por lavado de dinero. Putin es hoy omnipresente en camisetas, afiches, etiquetas de botellas de vodka y cientos de artículos, como si estuviera en campaña buscando un quinto período. Aparece más que el mismo Zabivaka, el perro mascota del torneo.
Putin, un practicante de las artes marciales que no sabía que existía la palabra ‘off-side’, entendió el valor que otorga ser sede de eventos gigantes como el Mundial o los Juegos Olímpicos de Invierno. Y a los autócratas rusos, desde Iván el Terrible, siempre les atrajo la vastedad. Muñequeó en persona para que su candidatura rusa se impusiera a la de Inglaterra y España, que tenían mejores estadios, sin contar además del escándalo por el dopaje masivo de atletas rusos.
Aunque en realidad el gran forjador del Mundial fue el archimillonario ruso Roman Abramovich, dueño del club inglés Chelsea y cuya trayectoria es paralela a la de Putin: mientras Abramovich aumentó su fortuna tras la caída del comunismo, Putin aumentaba su poder. Aliados pero escasamente vistos juntos, Abramovich garantizó con su fortuna personal el éxito de la propuesta rusa, que prometió gastar todo lo que fuera necesario para hacer del Mundial la fiesta más pomposa de la historia.
Putin, de alguna manera, encarna en su persona lo que Perry Anderson denomina ‘sistema hegemónico de poder’, definido por el consenso que obtiene el Mandatario ruso de las masas populares y de la suficiente cantidad de coerción para reprimirlas. En Rusia, el 13% tiene un ingreso inferior al umbral de pobreza. Si estuviera vivo, el pensador italiano Antonio Gramsci estaría fascinado mientras estudiaba fenómenos como los ‘puteens’, es decir, los jóvenes que no han conocido otro líder que Putin.
El Presidente ruso, por supuesto, no es el único que ha sacado partido de los eventos deportivos para consolidar su propaganda. Entre los autoritarios, Benito Mussolini -el dictador fascista- ideologizó tanto el Mundial de Italia de 1934 que se perjudicó al equipo español, en ese entonces representante de la República. Italia obtuvo el título pero eso no salvó a Mussolini diez años después: el tirano fue fusilado, sin que nadie le recordara con gratitud por el título de 1934.
La dictadura Argentina de los setenta intentó un lavado de imagen con el torneo de 1978, aunque en rigor los militares heredaron la organización del Gobierno peronista. En el libro ‘Disposición final’, de Ceferino Reato, Videla confiesa que los militares dudaron si debían seguir con la organización y que decidieron continuar para beneficiarse de la fiesta deportiva. Incluso decidieron que el entrenador César Luis Menotti siguiera al mando de la Selección, a pesar de que algunos militares querían echarlo porque percibían al DT como de izquierda.
Aunque algo más importante fue decidido: Videla confesó que se aprovechó la euforia del Mundial para matar a todos los prisioneros considerados “irrecuperables” y esconder sus cuerpos. Por eso, se considera como una de las imágenes más infames de la historia de los Mundiales la foto del dictador Videla entregando la copa al capitán Daniel Passarella, en el estadio de River Plate.
Los demócratas también han usado el Mundial. El prestigio del activista y político Nelson Mandela fue clave para que Sudáfrica organizara el torneo del 2010, aunque el objetivo era promover la nueva era de democracia de un país que vivió bajo el racismo.
Putin, cuyo Gobierno es acusado de violar los derechos humanos, está usando el Mundial, que empezará el jueves, para consolidar su imagen de líder fuerte, alguien que no tiene problemas en expresar frases directas: “Perseguiremos a los terroristas por todas partes: si es en un aeropuerto, pues en un aeropuerto, y si los encontramos en el baño, discúlpenme, pues los dejamos tiesos en el mismo retrete” (aquí, una aclaración: nunca dijo “Perdonar a los terroristas es cosa de Dios, enviarlos con él es cosa mía”, como circula en las redes, pero el punto es que Putin ha construido una retórica tan precisa, que no sería raro que pudiera expresar algo así).
El Presidente ruso fue la estrella del sorteo del Mundial, en diciembre, y fue notorio que marcó los tiempos a Gianni Infantino, el presidente de la FIFA, y las fotos en que abrazaba a Diego Maradona y tomaba la mano de Pelé recordaron los nostálgicos tiempos en que los cortesanos rendían pleitesía a Pedro el Grande.
Rusia es hoy un búnker por orden de Putin. Este Mundial será el más vigilado de la historia y decepcionará a los que disfrutaron de los ‘fan fest’, esa tradición iniciada en Alemania 2006, para aglutinar a los hinchas sin entrada a los estadios. Rusia impuso a los fanáticos que adquiriesen un Fan ID, que se volvió virtualmente una visa. Y no habrá festejos ni concentraciones fuera de las 11 zonas determinadas por el Gobierno. Los mexicanos, que suelen acudir a los partidos con máscaras de lucha libre, deberán circular con los rostros descubiertos.
Lo único que le ha salido mal a Putin es que la Selección rusa es un desastre, así que no hay expectativas en un triunfo deportivo. Putin, pragmático, prefiere situar como meta que los fanáticos aprendan de la cultura rusa. Después de todo, el verdadero ganador ya es él, ‘El Zar’ del Mundial.