Restauradores liberales y Eloy Alfaro. Con la Constituyente de 1897 inició la división Estado-Iglesia.
Con el advenimiento de la independencia y la República del Ecuador en 1830 se produjo un cambio de época, aunque paradójicamente la relación Iglesia-Estado se mantuvo casi sin variantes, producto de la inercia de tres siglos de dominio colonial.
Sería desde entonces la causa de la prolongada disensión ideológica liberal-conservadora que se proyectaría, con regueros de tinta y eventualmente de sangre, hasta entrado el siglo XX. Los padres de la Patria, de pensamiento republicano y liberal, imaginaban que con voluntarismo se daría paso a la natural separación de los asuntos civiles de los religiosos, pero no tardaron en darse cuenta del craso error. Trasladar su ideario a una población escasamente educada y en su mayoría analfabeta, no era una tarea posible de cumplir sino en el largo plazo.
La Iglesia había ejercido un prolongado monopolio de la educación y la cultura, incluyendo el púlpito y la imprenta como medios de comunicación masivos de la época. Además, era el mayor poder económico del país merced a los extensos latifundios del clero secular y regular, que había sido plataforma de numerosos emprendimientos agrícolas, comerciales e industriales.
Más aún, la independencia fortaleció su autonomía al quedar sin efecto el Real Patronato, que permitía a la corona amplia discrecionalidad en la designación de la jerarquía eclesiástica, así como en el aprovechamiento de rentas y tributos que nominalmente eran para favorecer la evangelización de los naturales.
La naciente República no podía volcar su atención al debate sobre la separación Iglesia-Estado, en circunstancias en que carecía de fronteras reconocidas en medio de dos vecinos, Nueva Granada y Perú, que veían su territorio con indudable ambición. Al tiempo, expuesta a factores de disolución por la prepotencia del militarismo extranjero, la devastación y endeudamiento originados por la guerra de liberación, así como por los regionalismos compulsivos que debilitaban la cohesión nacional.
Desde la independencia se empleó el término “godo” o “jesuítico” para significar conservador, tornándose común su uso a partir de 1851 con la publicación del periódico quiteño “El Conservador” como portavoz de la tendencia. Sus oponentes eran en un principio los “rojos”, que mudaron a liberales, asimismo, a inicios de la segunda mitad del siglo.
El dogma liberal estaba basado en la triple unidad de libertad política, religiosa y mercantil. Vicente Rocafuerte, el ideólogo original de la tendencia, creía que la independencia de España no sería completa sin la independencia de la autoridad del Papa. No ocultaba sus simpatías por la ética y pensamiento de la iglesia protestante, producto de sus experiencias en Inglaterra y Estados Unidos. Y era partidario de una profunda reforma religiosa, en momentos que el clero se había tornado mundano. Pero no se atrevió a hacerla.
El liberalismo consideraba que la única manera de alcanzar la civilización era a través de ciudadanos convenientemente “nivelados” (educados) que descubrieran en la ciencia y la tecnología los métodos del progreso general.
El conservadorismo, en cambio, estaba basado en los valores de la Contrarreforma religiosa donde el orden natural de la jerarquía y la autoridad debían ser respetados fielmente. Entendían a la sociedad como un organismo con su cabeza, órganos y extremidades con funciones propias a cumplir; de este modo, justificaban las diferencias de clase, étnicas, de educación y oficios.
“Un concepto fundamental que instituyó el pensamiento político conservador y tradicionalista fue la declaratoria de la superioridad ética de lo comunitario… Postulaban la necesidad de trascender el Yo y su acción práctica a efectos de instituir en su lugar el Yo colectivo del pueblo. El hombre conservador se veía como un campeón colectivo del pueblo,” nos dice el historiador Fernando Hidalgo en “La República del Sagrado Corazón.”
El debate por los medios de prensa estuvo expuesto inicialmente a la discrecionalidad de la censura eclesiástica. Rocafuerte, en aras a la tolerancia, se ocupó de ponerle coto. Al tiempo, dio un primer paso para limitar fueros y prebendas del clero, al abolir el pago de tributos de los indios en el departamento del Guayas.
Al consagrar la denominada Carta de la Esclavitud en 1843 el principio de la tolerancia religiosa, manteniendo la católica como la religión del Estado, varios clérigos que conformaban la legislatura se abstuvieron de votar su aprobación (hasta la revolución liberal su presencia en Constituyentes y Congresos sería común).
Las posiciones antagónicas tampoco eran irreductibles y podían tener matices. Así lo destaca el historiador Óscar Efrén Reyes al anotar: “Y es así como la Constitución de 1861- ¡constitución liberal elaborada por los conservadores¡ – deja abolidas todas las condiciones económicas vejatorias y todas las condiciones de la jerarquía social deprimente que daban acceso a la ciudadanía.”
En el inicio de la revolución conservadora, García Moreno trajo de vuelta a los jesuitas y les encargó la reforma religiosa que permitió con mano dura disciplinar al clero, mejorando su formación y cuidando el cumplimiento de sus votos. Al tiempo, emprendió una campaña para restaurar la devoción que había declinado, de modo que en los cultos predominaban mujeres y niños.
Con la suscripción del Concordato en 1862, comprometió el restablecimiento de la censura a la libertad de prensa, que quedó sujeta al veto de los obispos. Luego, en la Constitución de 1869, procedió a la supresión de los municipios, privilegiando una organización territorial de provincias y favoreciendo un modelo de administración unitario y fuertemente centralizado. Tenía además la intención de poner freno a las corrientes federalistas que eran recurrentes en Guayaquil y Cuenca.
En 1873, Ecuador se convirtió en el primer país del mundo dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, un simbolismo que respondía al interés de ubicar a la religión en el centro de la política, a fin de desvirtuar el pensamiento liberal, que fomentaba el agnosticismo y el descreimiento, promoviendo como valores supremos la libertad individual y el progreso material.
El asesinato de García Moreno en 1875 impidió continuar con la consolidación del Estado teocrático. En una señal de respeto y continuidad de la autoridad conservadora se lo puso a presidir su propio funeral, sentado, vestido con uniforme de gala y bicornio, en un episodio que fue citado como inspiración del realismo mágico por el desaparecido Gabriel García Marquez en su discurso de aceptación del premio Nobel en 1982.
La lucha contra la dictadura del general Veintimilla obró el milagro de unir momentáneamente a liberales y conservadores, cuyos ejércitos de costa y sierra, liderados por los generales Alfaro y Sarasti, convergieron para la toma de Guayaquil en septiembre de 1883. En una señal de su determinación de imponer la separación de Iglesia-Estado, el caudillo liberal proclamó la abolición del diezmo, el principal impuesto eclesial, en las zonas que estuvieron bajo su control.
Los gobiernos neoconservadores, autodenominados “progresistas” (1884-1895), manejaron la tesis de una mayor aproximación y convivencia con sus contrapartes liberales, pero la luna de miel duraría poco. Y retomada la lucha armada con la revolución de “Los Chapulos” en Los Ríos y las montoneras de Esmeraldas, la casusa liberal tuvo sus propios mártires en las figuras icónicas de Nicolás Infante y Luis Vargas Torres.
Para entonces la sociedad ecuatoriana había experimentado una lenta transformación. Había una incipiente clase media cuyo núcleo estaba constituido por el creciente estamento burocrático, educado y más permeable al ideario liberal, que se había impuesto en el concierto internacional.
Con Alfaro en el exilio, se produjo la proclama de la revolución liberal el 5 de junio de 1895 suscrita por tres ilustres guayaquileños: Emilio Estrada Carmona, Enrique Baquerizo Moreno y José Luis Tamayo, que con el tiempo llegarían a ejercer la Presidencia de la República.
Aún con el triunfo de armas de la revolución en Gatazo, la pacificación del país demoraría cinco años. Partidas conservadoras que se habían refugiado y rearmado en el sur colombiano, incursionaban de continuo procurando generar condiciones de desestabilización del poder. Momento en que surge como figura conciliadora el obispo de Ibarra, Federico González Suárez, reconociendo que la religión y la política debían seguir cursos divergentes.
Con la Constituyente de 1897 inició la radical separación del Estado con la Iglesia. La aprobación de la Ley de Instrucción Pública marcó la pauta, consagrando el principio del laicismo como fundamento de una educación renovada para un pueblo llamado a encarar la modernidad del nuevo siglo.
*Tomado de su libro
Crónicas de la historia.