Miles de personas se tomaron las calles de Madrid para protestar contra la violencia. Foto: Victoria Herranz / nurphoto
Que cualquiera puede ser político no significa que la política sea para cualquiera ¿o sí?
El deterioro real y simbólico que en el último tiempo ha sufrido la clase política en Argentina, en la región, y en el mundo vuelve a poner el foco sobre el crecimiento de nuevos liderazgos que buscan llegar al poder apoyados en el desencanto ciudadano, o en algunos casos directamente en la indignación, producto de los pobres desempeños de la dirigencia y la falta de respuesta a las demandas ciudadanas.
“Los romanos vieron en mí la representante de una nueva forma de hacer política”, declaró en los últimos días Virginia Raggi, quien hace muy pocos días se convirtió en la primera alcaldesa de la historia de Roma. “Rodrigo Duterte no asistió a su proclamación como presidente de Filipinas, por considerarla cursi”, trascendió también en los titulares de la prensa internacional por estos días, en referencia al triunfo en dicho país asiático del candidato que hizo campaña proponiendo “matar a los narcotraficantes”.
Sin dudas, la política es vista para muchos como una práctica alejada de los problemas de la gente, una actividad que beneficia a una elite incapaz y corrupta, palabras de alto impacto que hoy vuelven a resonar con fuerza en la región y el mundo. En América Latina, el contexto actual parece validar esta afirmación. Basta citar experiencias recientes ocurridas en Argentina y Brasil, donde han venido causando fuerte impresión en la opinión pública -con ayuda de una gran amplificación mediática– causas por enriquecimiento ilícito o evasión que involucran a la clase política del más alto nivel.
La suspensión de la presidenta Dilma Rousseff, la reciente destitución del Presidente de Guatemala, las cuentas del presidente Mauricio Macri fuera de la Argentina y la investigaciones que ponen en jaque a estrechos colaboradores de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, son sólo algunos hechos recientes que aportan al desprestigio de la actividad práctica, profundizando una brecha de confianza entre la dirigencia política y la ciudadanía que se viene ensanchando desde hace ya un par de décadas.
El fenómeno de la antipolítica no es nuevo. Para constatar esta afirmación debemos remontarnos a mediados de la década de los 40, cuando en Italia surgía un movimiento antipolítico alrededor de la Revista ‘L’uomo qualunque’ (El hombre cualquiera), cuyo programa electoral sentenciaba que estaba en contra de todos los políticos, a quienes acusaba de ladrones. El cualunquismo, al igual que sus parientes ideológicos, el poujadismo francés de la década de los ’50 y las “mayorías silenciosas” de los Estados Unidos en los ‘60, consideran a la política como una interferencia artificial y perniciosa, generadora de conflictos innecesarios y perjudiciales para la convivencia social.
La contracara del renovado descrédito de la política es el (re) surgimiento de liderazgos con estilos y discursos antipolíticos. Figuras ajenas a los partidos y a la vida política se lanzan a la competencia electoral acusando a los partidos y políticos tradicionales como los principales responsables de la debacle, de las recurrentes promesas incumplidas y la constante frustración de las expectativas. Para ellos, la política es sinónimo de corrupción e inacción, y por ende, incapaz de solucionar los problemas de la gente.
Pero, paradójicamente, la antipolítica es también una forma de hacer política. Una búsqueda que no tiene que ver con el fin de la política, como muchos intentan presagiar, sino con una estrategia política para sobrevivir y recuperar el necesario favor del electorado para conquistar el poder. Una política que, aunque parezca contradictorio, pretende situarse a sí misma por fuera de “la política”. Una política encarnada por líderes que dicen no ser políticos, o al menos, no como “los otros” políticos.
Hace su aparición entonces una suerte de “política de la antipolítica”, tendencia que no discrimina ni en función de latitudes ni familias ideológicas. Está así presente tanto en las consolidadas democracias del viejo continente, como en los Estados Unidos, y en las todavía jóvenes democracias latinoamericanas. Y, además, se materializa tanto en modulaciones ideológicas de izquierda como de derecha.
En Europa, los matices van desde las posiciones antisistema más cercanas a la izquierda (Partido Verde alemán, Podemos en España), hasta las corrientes ultraconservadoras –y a menudo xenófobas– de la extrema derecha (el Frente Nacional en Francia); en América Latina, desde los populismos de izquierda (Chávez y Humala), hasta los liderazgos antiestatistas de la derecha (Piñera o Macri).
E incluso en Estados Unidos hace su aparición estelar de la mano de Donald Trump, que en un contexto de crisis económica e institucional, puede convertirse no ya en el primer outsider en llegar a la Casa Blanca (Reagan lo hizo primero), pero sí definitivamente el primero en recurrir explícitamente al arsenal discursivo de la antipolítica.
La nueva ‘remake’ del fenómeno antipolítico nos habla entonces de la capacidad de la política de generar nuevos anticuerpos para subsistir en sociedades como las actuales donde todas -o al menos la gran mayoría- de las instituciones tradicionales (medios de comunicación, iglesia, partidos, escuelas y universidades, fuerzas de seguridad) están siendo cuestionadas por la comunidad.
No se trata por ello de un fenómeno de surgimiento repentino o espontáneo. Por el contrario, tiene sus raíces en la crisis de representación y el declive de los partidos e instituciones tradicionales, incapaces de adaptarse a los nuevos contextos, y responder a las nuevas demandas ciudadanas.
Esta renovada antipolítica busca centralmente romper con el pasado, al que se denosta casi por el solo hecho de existir. Lo nuevo es “moderno”, y por ende siempre mejor. En este contexto, la inexperiencia política no sólo no es una debilidad, sino que, por el contrario, es el principal atributo positivo de estos nuevos lideres, lo que suscita confianza en la ciudadanía, y el anticuerpo para la corrupción.
Allí, en esa profunda brecha entre la política y la ciudadanía, continuarán colándose los Lugo, los Collor de Mello, los Fujimori, los Berlusconi o los Trump. Como bien señala el filósofo Daniel Inneraty, autor del libro “La política en tiempos de indignación”: “Es más fácil movilizar al que descarta; saber lo que no quieres que lo que quieres”. Sin embargo, lo que muchas veces se pierde de vista es que el mayor desafío para la política es su búsqueda de una nueva legitimidad.
El mayor riesgo para un político sin experiencia es el triunfo. Si bien el consultor político trabaja para ganar una elección y no para gobernar, es central para pensar la comunicación desde una mirada estratégica que el político además de buscar impacto para generar empatía y ganar una elección, también tiene que comprender las reglas para poder gobernar.
De cara al futuro, la política continuará transitando la necesidad de reinventarse a sí misma. Lo que está claro más que nunca es que el objetivo de ganar es muy importante pero también lo es el de reconstruir la legitimidad dañada. Es por ello que, a la par de estos movimientos antipolíticos, se robustece la idea de avanzar en reformas políticas que garanticen la transparencia de los procesos electorales, eviten reelecciones indefinidas y promuevan un mayor debate de ideas. Reformas que, en definitiva, profundicen la democracia.
Cuando los flashes se apagan, la política puede ser también la posibilidad de promover respuestas concretas a las expectativas de la población y el fortalecimiento de las instituciones que, sumadas a la participación de los ciudadanos; son herramientas que nos alejarán del riesgo autoritario y la ingobernabilidad que entraña el fenómeno de la antipolítica.