El presidente de EE.UU., Donald Trump, desató su ira contra los demócratas el jueves, durante un mitin de campaña en Minneapolis. Foto: Cortesía
En 1973, cuando Carl Bernstein, periodista de The Washington Post, colocaba una moneda de 10 centavos en la máquina expendedora de café, sintió un escalofrío en la espalda. “Creo que van a destituir al Presidente (Richard Nixon)”, dijo.
Bob Woodard, con quien escribía la trama de corrupción en el caso Watergate, le dijo: “Tienes razón. Y por eso no podemos usar esa palabra en nuestros reportajes”. No tenían una agenda de destitución, así creyeran que el 37º Presidente de Estados Unidos fuera un criminal. La ‘Bill of Impeachment’ (Ley de destitución) es un término seductor en el romanticismo político-constitucional de Estados Unidos (y también de otros países, por cierto). Al menos, ha sobrevolado ese país en tres ocasiones: Andrew Johnson (1868), Nixon y Bill Clinton (1999).
Desde que Donald Trump asumiera como 45º Presidente de Estados Unidos, entre las filas demócratas se habló de ‘impeachment’. Las relaciones de su equipo de campaña con Rusia para perjudicar a su rival demócrata en las presidenciales del 2016, Hillary Clinton, con el aporte de Wikileaks -cuyo fundador, Julián Assange, es pedido en extradición por la justicia estadounidense-, eran motivo suficiente.
Las investigaciones sobre la conexión rusa (que muchos llaman ‘Rusiagate’, mal uso de ‘gate’ como si se tratara de un sufijo y no parte de Watergate, el nombre del edificio donde se encontraba la sede demócrata en Washington) no han prosperado hasta el punto de fundamentar el proceso de destitución de Trump.
La líder de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, que ha sido una piedra en el zapato para la Casa Blanca, siempre frenó a los demócratas más liberales -podría decirse de izquierda, de la línea Bernie Sanders-. Ella y los moderados creían que llevar a Trump a un juicio político redundaría en perjuicio de los demócratas para las elecciones de medio término del año pasado, y más todavía para las presidenciales del 2020.
Tenían -y quizá tengan- mucha razón. Los demócratas deben recordar los intentos de los republicanos de destituir a Bill Clinton, luego del escándalo Mónica Lewinsky, por obstrucción a la Justicia y por mentir. Sabían que no tenían la mayoría de tres cuartos en la Cámara Alta, pero buscaban perjudicar a sus oponentes. Y eso fue lo que ocurrió: Clinton fue absuelto, pues los republicanos solo lograron 55 de los 67 votos necesarios; los demócratas votaron contra la destitución, pero los republicanos ganaron las elecciones del 2000 con George W. Bush como presidente.
El hecho que Trump hubiera presionado al presidente ucraniano Vladimir Zelenski para que investigase a Joe Biden, el exvicepresidente de Barack Obama y favorito entre los demócratas para la carrera electoral del próximo año, y a su hijo Hunter, por supuesta corrupción cuando este trabajaba para una empresa energética en Kiev, fue algo que colmó a la mayoría de demócratas y a la misma Nancy Pelosi. El proceso de destitución se inició.
Que los moderados demócratas se hayan sumado se debe, en mucho, a que está creciendo el ala más radical, que teme perder en sus distritos en las elecciones internas.
Sin embargo, en la megalomanía de Trump no cabe la idea de que ha hecho uso de la Casa Blanca para sus intereses personales. Él se ha calificado como el mejor presidente de los últimos años y proclama que ha hecho cosas que ningún otro presidente anterior habría hecho. Todo lo que se diga o se haga en su contra es fruto de la “falsa prensa” y la cacería de brujas de los demócratas.
El caso ucraniano ha sido más perjudicial para Trump que el caso ruso, aunque ambos tuvieron un mismo objetivo: perjudicar a sus rivales electorales. Pero el caso ruso es demasiado complejo, involucra a la CIA, al FBI, hay triangulaciones, Wikileaks, que hacen difícil entenderlo del todo. En cambio, el testimonio de un informante, que según el New York Times es un agente de la CIA, reveló el diálogo de Trump con Zelenski.
Trump admitió esta conversación. Pero sostiene que es su deber acordar con otros mandatarios en una cruzada contra la corrupción. Nada reprochable hay en eso, para él. Y por eso, ha dicho que no colaborará con el Congreso y ha prohibido a colaboradores testificar ante el Comité Judicial de la Cámara de Representantes, aunque el embajador ante la Unión Europea, Gordon Sondland, llegará al Capitolio en esta semana.
En el proceso del ‘impeachment’, la Cámara Baja aprueba el proceso, mientras la Cámara Alta es la que enjuicia y sanciona. Y es aquí donde se les complica la cosa: la mayoría en el Senado es republicana y entre ellos, muy pocos están a favor de la salida de Trump. Predominaría la lealtad hacia el partido, por más irregularidades haya cometido el Mandatario.
“Si se presenta un proyecto de ley de destitución ante el Senado, instamos a todos los miembros del Senado a que dejen de lado las lealtades partidistas y cumplan sus propios deberes constitucionales con valentía y honestidad”, exhortaron en un comunicado 17 fiscales especiales de Watergate.
Ninguno de los presidentes anteriores fue destituido. Johnson y Clinton fueron absueltos; Nixon renunció porque fue abandonado por casi todos los republicanos. Trump, pese a todo, goza de simpatía entre sus electores duros. Solo dos días después de que se iniciara el proceso, el 24 de septiembre, recaudó USD 8,5 millones, un récord en aportaciones de una campaña presidencial.