Vengo de una familia multicultural. Mis abuelitos son indígenas (cholita y cholito cuencanos). Crecí entre sigses, maizales, huertas de papas, sembríos de arveja y las hortalizas que cultivaban. Con ellos me crié porque mis padres salían a trabajar.
Mi mamá, Alba Carpio, es costurera y mi papá, Pablo Gutiérrez, carpintero. A los 6 años, en una Navidad él me regaló una pizarra con tizas, que tanto le había pedido. Con eso jugábamos mis primos y yo; siempre hacía de profesora de ellos, porque soy la mayor.
Les enseñaba los números, las vocales y a dibujar; estaban orgullosos de mí. Allí nació mi vocación de ser maestra. Pero también tenía un gusto por ayudar a la gente, desde cruzar una calle hasta recolectar ropa y juguetes para los niños más pobres.
Esa solidaridad y la práctica de valores las aprendí de mis padres y ahora también las transmito a mis tres hijos (Francisco, Martín y Ricardo Zhimnay). Me casé a los 18 años y a los 19 tuve a Francisco David, que nació con discapacidad severa (intelectual y física).
Los médicos le diagnosticaron una vida vegetativa y un año de vida; ahora tiene 23, mastica los alimentos y gatea. Él me inspiró a estudiar estimulación temprana, para detectar los trastornos en la infancia y tratar las dificultades de aprendizaje. Al terminar mi carrera, con mi esposo, Oswaldo Zhimnay creamos la fundación HOPE (Hijos Originales – Padres Especiales) para niños con discapacidad, la que había en la zona cerró. Allí soy voluntaria en las tardes y colaboro en apoyo pedagógico.
Como maestra del Ministerio
Empecé en 2009 con niños de segundo grado en una escuela de Monay, pero era difícil porque es otra metodología. Estaba embarazada y casi aborto; me dio estrés laboral. Aveces los directivos piensan que el docente es conocedor de todos los saberes y que ‘un buen profesor’ puede estar en cualquier nivel educativo. No es verdad, porque así como hay pediatras o ginecólogos, también hay docentes en cada especialidad.
Yo me debo a los niños de 0 a 5 años. En 2010 gané un concurso y fui con nombramiento a la Unidad Educativa Paccha, parroquia rural del mismo nombre, donde enseño en inicial. En estos dos años de pandemia he trabajado con los mismos 25 niños.
La emergencia sanitaria no me limitó. Desde el primer día que el Ministerio ordenó las clases virtuales, conseguí que los padres se involucraran en la formación de sus hijos, que hicieran su propio material de apoyo y que acompañaran a los niños en cada clase.
No fue fácil, porque en la normalidad los tutores estaban acostumbrados a dejar a su guagua (niño) en la puerta y a veces sin el material de trabajo, pero eso cambió. A los padres de familia les compartía por WhatsApp enlaces, audios, fotos y mis propios videos.
Los padres que no entendían algo me llamaban o iban a la escuela de forma personal. A los docentes, la pandemia nos abrió la posibilidad de transformar, innovar y adaptarnos a nuevos escenarios.
La resiliencia y esa capacidad de adaptarnos todos (maestros, niños, padres, escuela) en escenarios complicados, y más en la educación rural por las carencias propias, es lo que debemos celebrar y resaltar hoy en el Día del Maestro.
Mi método de enseñanza es interdisciplinario
Es una mezcla de lo cognitivo con el desarrollo motriz, pero siempre se ha basado en juegos. En mi infancia tuve dos maestros que imitaban a animales, personas y todo lo que podían del entorno.
Las clases eran divertidas y eso lo hacía con mis guaguas antes de la pandemia, no lo descuidé en las clases virtuales y lo refuerzo ahora que regresamos a la presencialidad. Con mis alumnos brinco, cocino, soy títere, payasa y salimos como hoy (ayer martes 12 de abril de 2022), que estamos en El Barranco del Tomebamba, a reforzar los conocimientos.
Así hemos alcanzado el 100% del aprendizaje y no tenemos retrasos. En lo pedagógico, mis estudiantes han alcanzado todas las destrezas; en lo emocional, pese al encierro, son niños felices. Además, tienen libertad para opinar, practican las normas. La educación no es domesticar ni solo transmitir saberes, sino que se debe partir de educar las emociones para alcanzar el aprendizaje. Al Ministerio de Educación le hace falta priorizar al estudiante como ser humano que siente, que tiene sus días grises y otros radiantes.