El sicoanalista germano-norteamericano Fritz Perls, creador con su esposa Laura Posner de la terapia Gestalt, sostenía que el sentido de propia culpa es uno de los lugares emocionales en los que más puede quedar atrapado un ser humano. Según Perls, podemos sobreponernos mucho más fácilmente a los diversos traumas resultantes de decepciones, frustraciones, fracasos y demás posibles fuentes de dolor si no está también presente la sensación de que somos culpables. Dos realidades me han llevado a reflexionar sobre el sentido de culpa.
La primera es que no veo, y no parecería que existe, la menor evidencia de que ni Nicolás Maduro ni ninguno de sus satánicos secuaces tenga el más mínimo sentido de culpa por el desastre que han provocado en las vidas de millones y millones de seres humanos. Ni siquiera parecen tener consciencia de haberlo provocado: culpan a otros, se hacen las víctimas, siguen lanzando amenazas de destruir a sus adversarios y absurdas promesas de que bajo ellos vendrán tiempos mejores.
La segunda realidad que me ha llevado a reflexionar sobre el sentido de culpa es la de un querido amigo, quien hace poco me decía que se siente profundamente culpable por ciertas circunstancias dolorosas de su vida. El contraste entre la realidad de él y la de Nicolás Maduro es muy claro, y me lleva a la esperanza de que mi querido amigo pueda comenzar a dejar de sentirse, como lo describe Fritz Perls, emocionalmente atrapado: las almas insensibles, carentes de empatía y del más elemental sentido moral son las que no pueden sentir culpa; el hecho que mi amigo asume la responsabilidad de sus actos y omisiones, y en consecuencia, siente culpa, es clara evidencia de que la suya es un alma buena.
En almas buenas como la de este querido amigo, que asumen sus responsabilidades, creo que debe caber el perdón. Primero, claro, el que puedan brindar a quienes les han hecho daño a ellas, pero mucho más importante, el perdón amable y generoso que puedan brindarse a sí mismas, que borre el sentido de no ser dignas y, al contrario, restablezca la convicción de la propia dignidad.
Ese perdón debe sustentarse en el reconocimiento de la diferencia entre, del un lado, actos y omisiones que pudieran haber nacido de la maliciosa intención de hacer daño, o de la indiferencia ante posibles consecuencias, las cuales nunca estuvieron presentes en él, y, del otro lado, actos u omisiones que, aunque han causado daño, reflejan más bien la dolorosa pero ineludible realidad de que somos seres frágiles y falibles cuya redención, cuando el amor ilumina, radica más en el dolor que nos causa haber hecho ese daño que en ser castigados, o en castigarnos.
Las almas buenas, por mucho dolor que hubieran causado, merecen llegar a estar en paz. El castigo no la trae. El perdón sí.