Con el ímpetu de la juventud, como debe ser. Con la inteligencia que la caracteriza al servicio de la demagogia, su deber. Con la felicidad de la experiencia que va ganando cada día y con el sabor dulce del poder recién adquirido, la Presidenta de la Asamblea, extasiada ante una votación inimaginable pero real y con orgullo, declaró: “La palabra ya es de todos.” Esta frase me obliga al autocuestionamiento, al tiempo de ser tópico de variadas conversaciones, intentando llegar de su raíz. Volví a mi infancia, en los que antes de poder pronunciar una palabra sin necesidad de la votación o aprobación de nadie, sabía que la palabra ya era mía, aun cuando no pudiera expresarme con perfección. La palabra siempre fue mía, hoy intentan quitarme la posibilidad de, a través de ella, la palabra, construir frases y, por lo tanto, otro bien innato: la libertad de expresarme.
¿Cómo olvidar las palabras de mis padres para que soltemos libremente la lengua y formemos nuestras primeras sílabas? Perfectas dentro de su imperfección. Crecimos con la constante enseñanza de pronunciar bien las consonantes, de utilizar bien las palabras, de expresar, en un primer momento, nuestros dolores, ansias, sensaciones, temores. Crecimos usando naturalmente un derecho que lo tenemos desde el momento mismo que, dentro de los vientres de nuestras madres, se produjo el milagro de poder usar la palabra para expresarnos, un derecho innato, que nadie nos lo da ni quita. Es inherente al ser humano.
Llegó el proceso de usar la palabra para lograr nuestras metas, pequeñas y de supervivencia inicialmente y, poco a poco, a razonar con la palabra. Usándola con mesura cuando fuera necesario, con fuerza, con alegría, con seriedad para trabajar, como sello de honorabilidad y sí, con rabia, cuando me fuera indispensable expresarla. También aprendimos que la palabra sirve para expresar descontento, para quejarse ante la injusticia, lograr lo positivo o al callar permitir lo negativo.
La palabra es mía y la usaré como siempre, con inteligencia y no medio de insulto, con medida en búsqueda de la justicia, con sentimiento en un intento de consejo, con experiencia de algunos años para mis hijos, con amor para mis padres y con orgullo hacia mi país. La palabra es mi derecho y la utilizaré para ver ambos lados de la moneda, investigar, informar.
Hoy, la palabra es de todos como derecho innato que es, sólo que con ella ya sólo podemos expresar lo que conviene a los mandantes de turno. Bien por los que no teman usarla para seguir pronunciando su voluntad, su descontento o contento, para los que, con ella, buscan la paz, la libertad, la justicia. Mal por aquellos que en las palabras se enreden y se ahorquen a sí mismos por usarlas, no para su bien y el de todos, sino solo para dar gusto a quienes recién descubran que la palabra ya es de ellos.