Todos parecen ahora entusiasmados con los indignados de Madrid y de los acampados en otras ciudades europeas, tratando de hacer expresa su ira con el establecimiento y, a la vez, su esperanza con la democracia participativa donde el poder se reparta y no se concentre. Pero la verdad, el movimiento 15-M parece un eufemismo, un cálido ejercicio pequeño-burgués -algo esnobista por cierto- al lado de la crisis diaria y dolorosa de las revoluciones de jazmín que siguen azotando el Medio Oriente con formas cada vez más crudas y represoras. Sí, ahí siguen miles de manifestantes muriendo en las calles de Misrata, de Trípoli o de Sirt, tratando de ganar terreno al dictador Muammar Gadafi que no cede, ni siquiera bajo la presión de la OTAN.
Más grave aún es el caso de Siria y Yemen, donde sus respectivos regímenes han decidido combatir la rebelión a sangre y fuego, sin consideraciones de edad, sexo, edad o condición. Las imágenes de un niño de apenas 13 años, brutalmente torturado hasta la muerte, han rodado el mundo provocar más que comunicados de algunos países consternados de Occidente. Otros ya ni se molestan. Peor aún, el régimen de Bashar Al Assad ha respondido con un ataque masivo a civiles inocentes. Pero su importancia geopolítica ha bastado para que ninguna potencia quiera ir demasiado lejos. Lo más grave es que su colega yemení, Alí Abdullah Saleh, ha seguido su ejemplo y ha decidido aferrarse al poder y disparar a mansalva a todos los manifestantes callejeros. La capital Sanaá, se ha convertido en una zona de guerra, donde los que protestan tratan de seguir y, al mismo tiempo, preservar su vida. No será fácil ganar la batalla por la democracia real en Yemen o Siria u otros países del área. Costará muchísimas vidas y mucho dolor. Después de toda esa lucha y sacrificio, lo más importante será reconstruir un país, cohesionar una nación. Los que están perdiendo su vida diariamente en las calles de Siria, Yemen o Libia viven una tragedia completamente distinta a la de España o Grecia. Su objetivo es por primera vez construir un estado protector, no precisamente deconstruirlo.
La tragedia es que nadie ya en la comunidad internacional se espanta por tanta muerte. Occidente se ha quedado atónito, impávido, irrelevante ante un dominó de revoluciones tan violentas. La crisis en Medio Oriente debería ser el objetivo principal de cualquier líder pacifista, pero no lo es. Europa sigue empantanada en su crisis financiera y no ha podido lograr apoyo para condenar ni a Siria ni a Yemen en el Consejo de Seguridad; EE.UU. sigue en su propia inercia. La revolución de jazmín ha dejado cortos al G-8, al G-20 y sobre todo a Naciones Unidas, que apenas si existe o mejor dicho, sobrevive sin vergüenza ante su falta de capacidad para mediar y prevenir desastres fatales. Los días de Hammarskjöld, U-Thant, Pérez de Cuéllar y Diego Cordovez se fueron para no volver.