Ya son un poco más de tres meses desde el 4 de junio en que el presidente Correa firmó el tristemente célebre Decreto 16, con el que se establece un férreo sistema de control sobre las organizaciones de la sociedad civil ecuatoriana. Corre ya el plazo para que se ponga en marcha el sistema de información que prevé el decreto, el Estado tenga en sus manos los detalles más mínimos del trabajo de las organizaciones sociales y el Gobierno pueda intervenir en ellas, disolverlas y liquidarlas si es que incurren en las causales que establece su draconiano artículo 26.
Fundamedios y Ecuarunari han presentado sendas demandas de inconstitucionalidad al referido decreto. Hasta el momento, la Corte Constitucional guarda silencio. Antes, un juez no admitió una acción de protección planteada por César Ricaurte. La justicia constitucional aúpa el intento presidencial de hacer de la sociedad civil un apéndice del Estado.
Por su parte, la sociedad ecuatoriana pareciera aún no aquilatar las implicancias de esta iniciativa presidencial. El vértigo de la coyuntura ha hecho que los ojos del público se alejen de este monumento, quizá como ningún otro, al hiperestatismo, a la voracidad autoritaria del Gobierno, a su voluntad de controlarlo todo, inclusive el derecho básico de los ciudadanos a asociarse libremente.
Pero el Decreto 16 sigue su camino de ejecución. Con ello, uno de los últimos reservorios de libertad quedará bajo la rectoría del Ejecutivo. Mediante este decreto, entre otras cosas, el Gobierno puede disolver a las organizaciones sociales si intervienen en temas políticos o alteran la paz pública. Si este decreto hubiera estado vigente en el pasado, ni el movimiento indígena de los noventa ni la movilización social que puso en jaque a la corrupción estatal desde los ochenta ni los forajidos u otras experiencias de insurgencia social hubieran ocurrido en el país. Seríamos una isla de paz subyugada por caudillos y sus argollas, intoxicados de corrupción y poder, sin la participación activa de la sociedad civil en los asuntos más candentes de la vida política nacional. Es por eso que, sin duda alguna, con este decreto Correa no pretende otra cosa que curarse en sano de una sociedad civil activa, de organizaciones sociales que lo interpelen; convertir a la sociedad civil en una burocracia más sin ánimo de cuestionar las corruptelas del poder y mendicante de la plata del Gobierno. Su expedición por ello es la prueba más clara del terror que siente Correa a la movilización social; de su necesidad de tener callados y controlados a los ciudadanos que pueden reclamar y organizarse. El Decreto 16 es el retrato vivo de un gobernante aterrorizado por una sociedad que interrumpa sus monólogos, despierte de su propaganda y le pida cuentas.