En estos días he visitado en el hospital a una amiga del alma, enferma y doblada por el peso de los años. En un momento de la conversación me dijo: “El tiempo es corto y lento”. Mi amiga dice esto cuando comienza a darse cuenta, con inteligencia y un cierto sentido del humor, que el tiempo ya no es suyo… Más bien siente que el tiempo se le hace corto, porque la vida se acaba; y lento, porque tarda en pasar…
En 1890, William James, uno de los padres de la psicología moderna, nos recordaba que existen dos clases de tiempo: el tiempo objetivo, el que marcan los relojes, cuya duración es para todos igual; y el tiempo subjetivo, cuya duración varía en cada momento y para cada persona en función de su biografía, de sus sentimientos, de sus ansiedades y frustraciones… Así, lo que para unos es una eternidad, para otros es apenas un suspiro.
¡Qué bueno sería que los hospitales se plantearan la gestión del tiempo! Pienso yo que, en el contexto hospitalario, el tiempo es más importante que la información. Esperar sin ser atendido, tenido en cuenta o ignorado es como decirle al enfermo: “eres un número y poco más”. Si en algún espacio es necesario personalizar las relaciones es precisamente en los hospitales, allí donde las personas son y se sienten más vulnerables y, sin duda, más susceptibles. Los enfermos y sus familiares.
Y es que, lo queramos o no, los enfermos son seres amenazados por el dolor, la invalidez o la muerte. Por ello, las esperas inciertas producen un sufrimiento más prolongado e intenso que aquellas otras que tienen claro su fin. Valga como ejemplo: Cuando el paciente pregunta: “¿Cuándo pasará el doctor la visita?”, no es lo mismo decir: “No lo sé, está muy ocupado, pero ya vendrá”, que decir: “El doctor no podrá pasar a primera hora, pues ha tenido una urgencia, pero esté tranquilo, pasará a final de la mañana”. Tal vez si los profesionales de la salud conocieran mejor las repercusiones del fenómeno temporal en los enfermos y en sus familiares, harían un mayor esfuerzo para tratar de reducir, en lo posible, la incertidumbre y, por lo tanto, el sufrimiento de la espera.
Mi amiga siente que el tiempo de le escapa de las manos y, quizá por eso, siente la necesidad de tenderlas hacia Dios. En cualquier caso, se trata de una experiencia intensa y no siempre fácil de manejar. Ojalá que entre todos acertemos a hacer más llevadera la espera y a alimentar la esperanza de que no estamos solos ni abandonados, aunque el cuerpo y el alma estén rotos y a la deriva.
Creo que era Don Santiago Ramón y Cajal, médico y humanista, el que decía que no es el cuerpo el que sufre, sino la persona. En cualquier caso, mi buena amiga, le deseo que el tiempo que le quede sea un tiempo de amor y de paz.