En 1930, el filósofo español José Ortega y Gasset, en una de sus obras más conocidas y polémicas, ‘La rebelión de las masas’, anunciaba el advenimiento y el triunfo del hombre vulgar. “El hombre vulgar -escribía-, antes dirigido, ha resuelto gobernar el mundo”. Este hombre vulgar (al que llamaba también hombre-masa, hombre mediocre o señorito satisfecho) es un producto de la civilización actual: del crecimiento económico, del bienestar y de las comodidades, del desarrollo técnico y científico, de una libertad más amplia y de la destrucción de la mayoría de las barreras sociales. No encuentra límites a la expansión de su existencia y tiene conciencia de que “todos los hombres son legalmente iguales”. Está convencido de que ha llegado el momento de su dominio. Lo característico de nuestra época no es que “el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar proclame e imponga el derecho de la vulgaridad, o la vulgaridad como un derecho”.
El hombre vulgar de nuestros días tiene la estructura sicológica del niño mimado. Los privilegios que le brinda la sociedad le parecen normales. Merecidos. No acepta la existencia de límites y llega a convencerse de “que todo le está permitido y a nada está obligado”. No se exige nada y se siente soberano. No le preocupa más que su bienestar personal. No cuenta con los demás y es incapaz de reconocer la existencia de instancias superiores. Anula toda posibilidad de convivencia civilizada. Está vitalmente satisfecho de ser como es y vive encantado consigo mismo. Nunca duda de su propia plenitud: más aún, se siente perfecto. “Ingenuamente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo tenderá a afirmar y dar por bueno todo cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos”.
La convicción de su perfección lleva al hombre vulgar a cerrarse en sí mismo, a no contar con los demás y a desechar las opiniones ajenas. No tiene predisposición para escuchar, para dialogar, para intercambiar criterios, para comprender. Es un “tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón”. No busca hacer reflexionar ni pretende convencer. Carece de elasticidad intelectual y padece de esclerosis moral. “Ha venido a la vida para hacer lo que le dé la gana”. Interviene en todo “imponiendo su vulgar opinión, sin miramientos, contemplaciones, trámites ni reservas…” La incapacidad radical para admitir las divergencias y el afán de ejercer un predominio total lo conducen inexorablemente al desconocimiento y la desautorización de quienes no forman parte de su círculo íntimo, a la creación de enfrentamientos y conflictos y, como instancia final, a la utilización de la violencia.