La reacción frente a los hechos vandálicos ocurridos en Posorja no puede ser otra que de horror e indignación. Tampoco deberían pasar desapercibidos; al contrario, deben alertarnos, llamarnos a la reflexión. Tres ciudadanos (dos hombres y una mujer) sobre quienes pesaba una orden de captura por robo y estafa fueron masacrados e incinerados en plena calle pública por una turba infame que los confundió con una banda de secuestradores de niños. Azuzada por falsas y alarmantes noticias, la muchedumbre actuó, como ocurre en estos casos, de manera irracional; atacó el destacamento policial, intimidaron a los uniformados, se apoderaron de los presos y entre gritos salvajes los torturaron, asesinaron e incineraron. Un rito macabro que nos transportó al alborozo sádico propio de tribus primitivas.
La “justicia popular” (tal como se la practica en comunidades ancestrales), el linchamiento, la justicia por propia mano protagonizada por tumultos urbanos son hechos inaceptables en una sociedad civilizada. Es el regreso a la tribu, a la horda salvaje. Es el Estado y solo él quien ostenta la exclusividad de la fuerza, prerrogativa que es ejercida en concordancia con la ley y en resguardo del orden público. Según Weber, lo que define al poder es justamente su capacidad coercitiva. Todo uso alternativo de la fuerza es calificado de violencia y, como tal, es perseguida y penalizada. La civilización no es otra cosa que el proyecto consensuado de un grupo humano de recurrir a la fuerza solo en último caso (la última “ratio”).
Puede ocurrir que, en ocasiones, las masas actúen de un modo bárbaro impulsadas por motivos legítimos. Los sentimientos de indignación, unidos a la rabia que en ese momento las mueve y consume, degeneran en locura, desembocan en el cometimiento de graves desafueros y en la hoguera bárbara en nombre de la justicia, la religión o el honor.
El control de la violencia es uno de esos factores que distinguen a una sociedad civilizada de otra bárbara. La agresividad es consustancial a la humanidad. Aquello de que el hombre puede convertirse en lobo del hombre, según la famosa fórmula hobbesiana, es algo que está latente en nuestra naturaleza, pues, lo queramos o no, en nosotros pervive la ancestral ferocidad del primate.
La crueldad –piensa Freud- es indeliberada, forma parte del carácter infantil. En el niño todo es instinto, aún no ha surgido en él la facultad de entender el dolor de los demás, la capacidad de compadecer. En las masas ocurre algo semejante, pueden comportarse de un modo cruel y sin escrúpulo cuando se sienten amenazadas y cuando perciben que algo entrañable está en peligro. Para el hombre del tumulto el atropello se justifica y todo sentimiento de culpa individual se diluye y se camufla en el seno de una multitud sin nombre y sin rostro.
jvaldano@elcomercio.org