Todo lo sucedido en estos días en el tema de la judicatura les pondría los pelos de punta a Ulpiano, Papiniano y Paulo, padres del derecho romano. Y es que, en este tema, siento (como lo sienten muchos conciudadanos) que estamos bordeando el desastre. Especialmente en estos momentos, preludio de actuación de una Comisión Tripartita que, mientras no se demuestre lo contrario, no parece ofrecer muchas garantías jurídicas. Una transición bien hecha es siempre la garantía de que las cosas pueden llegar a buen puerto, pero no es esta la imagen que se ofrece. Seguimos, más o menos, en lo mismo de siempre: una justicia manoseada y condicionada políticamente.
Es difícil, en este momento, librarse del peso que suponen la impunidad reinante ante el fenómeno de la violencia, así como de los procesos congelados, inconclusos o aplazados…
Cualquier reforma de la justicia tiene que ser fruto de la ética y, por tanto, de los derechos fundamentales de la persona humana. Me refiero, muy especialmente, a los derechos de cada uno, de las familias y de los empobrecidos de un mundo que, tantas veces, legisla e imparte justicia a sus espaldas. En el mundo político, que administra, facilita unas veces y entorpece otras, el discurrir de la justicia, es fundamental en este tema un gran acuerdo político que garantice no solo consensos, sino también la calidad y permanencia de la reforma. Sería lamentable que, una vez más, la enésima reforma de la justicia fuera pan para hoy y hambre para mañana. Además del tema ético y de consenso, es preciso alentar un proyecto orgánico y profesionalizado que ayude a superar toda venalidad o interés de troncha. A pesar de los resultados de la Consulta (o, precisamente, en atención a ellos) el Gobierno debería de ejercer en este asunto la mayor de las delicadezas. La sabiduría consiste en saber qué se debe y puede hacer; la virtud, en hacerlo bien.
Nuestro país necesita, tanto como el oxígeno y el agua, una justicia proba y transparente. La carencia de justicia siempre va unida a la carencia de derechos, democracia y libertades; incluso, a un justo desarrollo económico y a una clara capacidad de inserción social. Pero no sólo. La falta de justicia incide directamente en la falta de ética de cualquier pueblo, condenado así a ser víctima de sus propios excesos.
La Doctrina Social de la Iglesia nos lo recuerda insistentemente: no hay proyecto válido de persona y de sociedad al margen de la justicia y del bien común de personas, pueblos y culturas. Es lo que el papa Benedicto XVI, en sus encíclicas sociales, llama “desarrollo integral”, ético y solidario. Sin justicia seguiremos anclados en el peor de los atrasos, sometidos a la ley del más fuerte o del más pillo. Y eso no lo deseamos.
Mi viejo profesor de Moral nos decía mirando al cielo: “No se olviden de rezar. Pero cuando lo hayan hecho, miren a la tierra que pisan y pónganse manos a la obra. El bien se desea pero, sobre todo, se hace”.